Foto de Peter Essick
La explotación de las arenas bituminosas de Alberta, alguna vez considerada muy costosa y dañina para la tierra, es hoy una apuesta millonaria.
Un día de 1963, cuando Jim Boucher tenía siete años, trabajaba en las trampas de caza con su abuelo, a unos kilómetros al sur de la reserva de naciones originarias Fort McKay, en el río Athabasca del norte de Alberta. Es parte del bosque boreal que se extiende a lo largo de Canadá, cubriendo más de un tercio del país. En 1963, ese bosque seguía casi intacto. El gobierno aún no construía un camino de grava hacia Fort McKay; se llegaba en bote o en trineo durante el invierno. Los indios chipewyan y cree de la zona –Boucher es un chipewyan– estaban en su mayoría apartados del mundo exterior. Cazaban alce y bisonte para comer; pescaban lucioperca y pescado blanco en el Athabasca; recolectaban moras y arándanos. Para obtener ganancias, capturaban castores y visones. Fort McKay era un pequeño centro de comercio de pieles. No tenía gas, electricidad, teléfono ni agua corriente. No llegaron hasta los setenta y ochenta.
Sin embargo, según recuerda Boucher, el cambio comenzó ese día de 1963, en la larga ruta que su abuelo usaba para poner sus trampas, cerca de un lugar llamado Lago Mildred. Por generaciones, sus ancestros habían trabajado esa ruta. “Estos senderos han estado aquí por miles de años”, dijo Boucher un día en el verano pasado, sentado en su amplia y bonita oficina en Fort McKay. Su palo de golf recargado en una esquina; Mozart tocando suave en el estéreo. “Y ese día, de repente, salimos a un claro. Un enorme claro. Sin previo aviso. En los setenta llegaron y tiraron la cabaña de mi abuelo, sin avisos ni deliberaciones”. Ese fue el primer encuentro de Boucher con la industria petrolera que, a una velocidad sorprendente, ha transformado por completo esta parte del noreste de Alberta en unos cuantos años. Ahora Boucher se encuentra rodeado por ella y él mismo está inmerso.
Donde alguna vez estuvieron la ruta de trampas, la cabaña y el bosque ahora hay una mina a cielo abierto. Aquí Syncrude, el productor de petróleo más grande de Canadá, saca arena bituminosa del suelo con palas eléctricas de cinco pisos de alto, luego separa el betún de la arena con agua caliente y a veces con sosa caústica. Junto a la mina, arden las hogueras de una unidad de procesamiento que quiebra el betún alquitranado y lo convierte en Syncrude Sweet Blend, crudo sintético que viaja por un oleoducto a las refinerías en Edmonton, Alberta; Ontario y Estados Unidos. El Lago Mildred, por su parte, se ha empequeñecido frente a su vecino, el Mildred Lake Settling Basin, lago de 10 kilómetros cuadrados de residuos tóxicos de la mina. El dique de arena que lo contiene es por volumen una de las presas más grandes del mundo.
Syncrude tampoco está solo. En un radio de 35 kilómetros a la redonda de la oficina de Boucher hay seis minas que producen casi tres cuartos de millón de barriles de petróleo crudo sintético al día; y hay más en el oleoducto. En donde las capas de betún están muy profundas para sacarse de un pozo abierto, la industria las derrite in situ con enormes cantidades de vapor, para que puedan ser bombeadas a la superficie. La industria ha gastado más de 50 000 millones en construcción durante la última década, entre los cuales alrededor de 20 000 millones se usaron en 2008. Antes del colapso de los precios del petróleo en el otoño pasado, se estimaban otros 100 000 millones en los años siguientes y duplicar la producción para el 2015. La mayoría de ese petróleo viajaría por los nuevos oleoductos hasta Estados Unidos. Muchos proyectos de expansión se suspendieron, pero los prospectos a largo plazo para las arenas no han disminuido. A mediados de noviembre, la Agencia Internacional de la Energía hizo público un reporte que estimaba unos 120 dólares por barril de petróleo para el 2030, un precio que justificaría el esfuerzo que implica sacarlo de las arenas.
En ningún lugar en la Tierra se está moviendo más la tierra que en el valle de Athabasca. Para extraer cada barril de petróleo de una mina a cielo abierto, la industria primero debe talar el bosque, luego retirar un promedio de dos toneladas de turba y tierra que yacen sobre la capa de las arenas y dos toneladas más de la propia arena. Debe calentar muchos barriles de agua para separar el betún de la arena y mejorarla, y después desechar agua contaminada en estanques de residuos como el que está cerca del Lago Mildred. Ahora cubren alrededor de 130 kilómetros cuadrados. El pasado abril, unos 500 patos migratorios confundieron uno de esos estanques, en una nueva mina de Syncrude al norte de Fort McKay, con una escala hospitalaria, por lo que aterrizaron en su aceitosa superficie y murieron. Rascar y cocinar un barril de crudo de las arenas bituminosas emite tres veces más dióxido de carbono que dejar que uno brote del suelo en Arabia Saudí. Las arenas de petróleo aún son una pequeña parte del problema mundial –son responsables de menos de un décimo de 1 % de las emisiones globales de CO2– pero para muchos ambientalistas son la punta del iceberg, el primer paso de un camino que podría llevar a fuentes de petróleo aún más sucias: producirlo a partir de esquisto o carbón. “Las arenas bituminosas representan un punto de decisión para Norteamérica y el mundo –dice Simon Dyer del Pembina Institute, grupo ambiental canadiense moderado y muy respetado–. ¿Vamos a tomar con seriedad la energía alternativa o tomaremos la ruta del petróleo no convencional? El hecho de que estemos dispuestos a mover cuatro toneladas de tierra por un solo barril es prueba de que realmente el mundo se está quedando sin petróleo fácil”.
Durante mucho tiempo esta nación originaria intentó luchar en contra de la industria petrolera, con poco éxito. Ahora, dijo Boucher, “estamos tratando de desarrollar la capacidad de la comunidad para tomar ventaja de esta oportunidad”. Boucher no sólo preside esta nación originaria, como jefe, también dirige el Fort McKay Group of Companies, negocio propiedad de la comunidad que provee servicios a la industria de las arenas bituminosas y que obtuvo 85 millones en 2007. El desempleo es menor a 5 % en el pueblo y este tiene una clínica, un centro para la juventud y 100 casas nuevas de tres recámaras que la comunidad le renta a sus miembros por un costo mucho menor al precio del mercado. La First Nation incluso está considerando abrir su propia mina: posee 3 300 hectáreas de arenas bituminosas de primera calidad a lo largo del río, justo al lado de la mina de Syncrude donde murieron los patos.
Mientras Boucher me decía todo esto, seleccionaba trozos de carne de un pescado blanco ahumado sobre su mesa de conferencias, junto a un conjunto de ventanas que ofrecían una vista panorámica del río. Un empleado le había entregado el pescado en una bolsa de plástico, pero Boucher no sabía de dónde venía. “Te puedo decir una cosa –dijo–. No viene del Athabasca”.
Sin el río, no habría industria petrolera. Es el río el que por decenas de millones de años ha erosionado miles de millones de metros cúbicos del sedimento que alguna vez cubrió el betún, poniéndolo así al alcance de las palas –y en algunos lugares hasta la superficie–. En un día cálido de verano, junto al Athabasca, cerca de Fort McKay por ejemplo, el betún rezuma del banco del río arrojando un brillo aceitoso sobre el agua. Viejos comerciantes de pieles reportaron haberlo visto y haber observado cómo los nativos lo usan para impermeabilizar sus canoas.
A temperatura ambiente, el betún es como melaza, y debajo de los 10° C o algo así es tan duro como un disco de hockey, como invariablemente dicen los canadienses. Pero hubo un tiempo en que era crudo ligero, el mismo líquido que las compañías petroleras han estado sacando de los pozos profundos del sur de Alberta por casi un siglo. Según creen los geólogos, hace decenas de millones de años un enorme volumen de ese petróleo fue arrastrado hacia el noreste, quizás cerca de las faldas de las Montañas Rocallosas. En el proceso, también migró hacia el norte, junto a las capas de sedimento inclinadas, hasta que eventualmente alcanzó profundidades superficiales lo bastante frías como para que prosperaran bacterias. Esas bacterias degradaron el petróleo en betún.
El gobierno de Alberta calcula que los tres principales depósitos de arena bituminosa de la provincia, de los cuales el mayor es el de Athabasca, contienen hoy en día 173 000 millones de barriles de petróleo económicamente recuperables. “Eso, en la escena mundial, es gigantesco”, dice Rick George, director ejecutivo de Suncor, que abrió la primera mina en el río Athabasca en 1967. En 2003, cuando el Oil & Gas Journal añadió las arenas bituminosas de Alberta a su lista de reservas comprobadas, Canadá alcanzó de inmediato el segundo lugar, después de Arabia Saudita, entre las naciones productoras de petróleo.
Extraer petróleo de las arenas es sencillo, pero no fácil. Las palas eléctricas gigantes que rigen las minas tienen dientes de acero endurecido que pesan una tonelada cada uno, y conforme se clavan en la abrasiva arena negra las 24 horas del día, los siete días de la semana, 365 días al año, se erosionan cada uno o dos días; un soldador hace las veces de dentista de los dinosaurios y les pone nuevas coronas. Los camiones de volteo que rugen alrededor de la mina, arrastrando cargas de homemade cow halloween costumes400 toneladas de las palas a un triturador de roca, queman 190 litros de diesel por hora; hace falta un montacargas para cambiarles las llantas, que se acaban en seis meses. Y cada día en el valle de Athabasca emergen más de un millón de toneladas de arena de las quebradoras y son mezcladas con más de 200 000 toneladas de agua que debe calentarse, por lo general a 80° C, para separar el pegajoso betún. En las unidades de procesamiento, el betún se calienta de nuevo, a cerca de 480° C, y se comprime a más de 100 atmósferas, lo necesario para romper las complejas moléculas y sustraer el carbono o añadir de nuevo el hidrógeno que las bacterias removieron hace eras. Eso es lo que toma hacer los ligeros hidrocarbonos que necesitamos para llenar nuestros tanques de gas: una cantidad de energía impresionante. La extracción in situ, única manera de obtener más o menos 80 % de esos 173 000 millones de barriles, puede utilizar hasta más del doble de la energía que la minería, debido a que requiere demasiado vapor.
La mayoría de la energía para calentar agua o fabricar vapor proviene de la quema de gas natural, que también proporciona el hidrógeno para el mejoramiento. Precisamente porque se trata de hidrógeno rico, y en su mayoría libre de impurezas, el gas natural es el combustible fósil más limpio, el que arroja menores cantidades de carbono y otros contaminantes en la atmósfera. Por eso los críticos dicen que la industria de las arenas bituminosas desperdicia el combustible más limpio para fabricar el más sucio: que trans-forma el oro en plomo. El argumento tiene sentido en términos ambientales, pero no en los económicos, dice David Keith, un físico experto en energía de la Universidad de Calgary. Cada barril de crudo sintético contiene alrededor de cinco veces más energía que el gas natural que se utiliza para hacerlo, y en una forma líquida mucho más valiosa. “En términos económicos es un éxito –dice Keith–. Toda esta cosa de transformar el oro en plomo es lo opuesto. El oro en nuestra sociedad son los combustibles líquidos para transporte”.
La mayoría de las emisiones de carbono de esos combustibles provienen de los tubos de es-cape de los autos que los queman; basados en el ciclo completo del combustible, las arenas bituminosas son sólo de 15 a 40 % más sucias que el petróleo convencional. Pero la pesada huella del carbono sigue siendo una desventaja ambiental –y de relaciones públicas–. En junio pasado, el primer ministro de Alberta, Ed Stelmach, anunció un plan para lidiar con las emisiones extra. La provincia, dijo, gastará más de 1 500 millones en el desarrollo de la tecnología para captar el dióxido de carbono y almacenarlo bajo tierra –una estrategia que por años se ha intentado vender como la solución al cambio climático–. Para 2020, de acuerdo con el plan, las emisiones de carbono de la provincia se estabilizarán, y para 2050 declinarán en un 15 % por debajo de los niveles de 2005. Eso significa una reducción mucho menor a la que los científicos consideran necesaria. Pero supera el compromiso del gobierno de Estados Unidos.
Una cosa a la que Stelmach se ha rehusado consistentemente es a “poner freno” al auge de las arenas bituminosas. Este auge ha sido oro, tanto para la economía de la provincia como para la nacional. Los habitantes de Alberta ya están amargamente familiarizados con el ciclo de auge y decadencia; la última vez que los precios del petróleo se colapsaron, en los ochenta, la economía de la provincia no se recuperó por una década. Las arenas bituminosas cubren un área del tamaño de Carolina del Norte, y el gobierno provincial ya ha arrendado alrededor de la mitad, incluyendo 3 512 kilómetros cuadrados que son explotables. Aún tiene que rechazar una solicitud para desarrollar uno de esos arrendamientos, por motivos ambientales o de otro tipo.
Desde un helicóptero es fácil ver el impacto de la industria en el valle del Athabasca. A minutos de despegar de Fort McMurray, en dirección al norte a lo largo del banco este del río, se pasa sobre la mina Millennium de Suncor –los arrendamientos de la compañía se extienden prácticamente hasta el pueblo–. En un día con un poco de viento, las nubes de polvo que emanan de las llantas y las cargas de los camiones de basura se unen en un solo nubarrón enorme que oscurece grandes partes del pozo de la mina y se derrama sobre sus bordes. Al norte, en una extensión intacta de bosque, una nube similar se eleva del siguiente pozo, la mina Steepbank de Suncor; a lo lejos se ven otras dos, y dos más del otro lado del río. Una tarde de julio pasado, las nubes se habían fusionado en una franja que se arrastraba a través del devastado paisaje. Era absorbida por la corriente de aire de una nube de tormenta. En la distancia, el vapor y el humo y las flamas de gas salían de las hogueras de las unidades de procesamiento de Syncrude y Suncor: inevitablemente vienen a la mente “fábricas oscuras y satánicas”, pero al mismo tiempo son una visión fascinante. A kilómetros de distancia, se podía oler el hedor a alquitrán. Cuando estás lo suficientemente cerca, te perfora los pulmones.
Desde el aire, sin embargo, las minas desaparecen rápidamente. Volando bajo sobre el río, tras sorprender a un joven alce que cruzaba un estrecho canal, un biólogo del gobierno, Preston McEachern, y yo viramos en dirección al noroeste hacia las Montañas Birch, sobre vastas extensiones de bosque escasamente distribuido. El bosque boreal canadiense cubre cinco millones de kilómetros cuadrados, de los cuales alrededor de 75 % no han sido desarrollados. Las arenas bituminosas ya han convertido unos 420 kilómetros cuadrados –el 100 % del área total– en polvo, tierra y estanques de residuos. La expansión de la extracción in situ podría afectar a una zona mucho más amplia. En las instalaciones de Firebag de Suncor, al noreste de la mina Millennium, el bosque no ha sido destruido por completo, pero lo atraviesan caminos y oleoductos que dan servicio a un gran tablero de ajedrez de enormes claros, en cada uno de los cuales Suncor extrae betún enterrado a grandes profundidades mediante un conjunto de pozos. A los ambientalistas y los biólogos de la vida salvaje les preocupa que la creciente fragmentación del bosque, tanto por compañías madereras como de minerales, pone en peligro al caribú y a otros animales. “El bosque boreal como lo conocemos podría desaparecer en una generación si no se hacen importantes cambios estratégicos”, dice Steve Kallick, director de la Pew Boreal Campaign, cuyo objetivo consiste en proteger a 50 % del bosque.
McEachern, que trabaja para Alberta Environment, una agencia provincial, dice que los estanques de residuos son su máxima preocupación. Las minas arrojan agua de desperdicio en los estanques, explica, porque no se les permite hacerlo en el Athabasca y porque necesitan reutilizar el agua. Conforme el espeso lodo café surge de las pipas de descarga, la arena se asienta rápidamente, formando el dique que retiene el estanque; los residuos de betún flotan a la superficie. Pero a la fina arcilla y las partículas de cieno les toma muchos años asentarse, y cuando lo hacen, producen una viscosidad similar al yogur –el término técnico es “desechos finos maduros”– que está contaminado con químicos tóxicos como el ácido nafténico y el hidrocarburo aromático policíclico (HAP), que tardarán siglos en secarse por sí solos. Según los términos de sus licencias, las minas están obligadas a recuperarlos de alguna manera, pero han rebasado las fechas límite y aún no han recuperado ni un solo estanque.
En el más viejo y conocido de ellos, el Estanque 1 de Suncor, el lodo sobrepasa por mucho al río, detenido por un dique de arena compacta que se eleva a unos 100 metros de la superficie del valle y está salpicada de pinos. El dique ya ha tchoose halloween mask to make the perfect halloween costumeenido fugas, y en 2007 un estudio modelo, hecho por hidrogeólogos de la Universidad de Waterloo, estimó que dos litros de agua contaminada por segundo podrían estar llegando al río. Suncor está ahora en el proceso de recuperar el Estanque 1, enviando algunos residuos a otro estanque y remplazándolos con yeso para consolidarlos. Para 2010, asegura la compañía, la superficie será tan sólida como para plantar árboles. El último verano era aún una mancha de lodo beis rayado con betún negro salpicada de espantapájaros de plástico color naranja, que se supone deben disuadir a las aves de aterrizar ahí y morirse.
El gobierno de Alberta afirma que no se está contaminando al río; que cualquier cosa que se encuentre en él o en su delta, el Lago Athabasca, proviene de escurrimientos naturales de betún. El río atraviesa justo por la corriente de las arenas bituminosas que corre río abajo por las minas, y cuando nuestro helicóptero se acercó a unos metros sobre él, McEachern señaló varios sitios en donde el banco del río estaba negro y el agua aceitosa. “Conforme avanzas hacia abajo, hay un incremento de muchos metales –dijo–. Eso es natural, es la erosión geológica. Los peces de la parte alta del Lago Athabasca tienen mercurio; tenemos una advertencia ahí desde los noventa. Hay HAP en los sedimentos del delta. Están ahí porque el río ha erosionado las arenas bituminosas”.
Los científicos independientes, por no hablar de la gente que vive río abajo de las minas en la comunidad de naciones originarias de Fort Chipewyan, en el Lago Athabasca, son escépticos. “Es inconcebible que mover tanto alquitrán no traiga consecuencias”, dice Peter Hodson, toxicólogo de peces de la Universidad de Queen en Ontario. De hecho, un estudio de Environment Canada muestra un efecto en los peces del río Steepbank, que pasa por una mina de Suncor hasta el Athabasca. Los peces cerca de la mina, según descubrieron Gerald Tetreault y sus colegas cuando atraparon algunos en 1999 y 2000, presentaron cinco veces más actividad de un enzima del hígado que deshace las toxinas –medida de la exposición a los contaminantes ampliamente utilizada– como los peces cerca del escurrimiento natural de betún en el Steepbank.
En 2006, John O’Connor, médico familiar que volaba hasta allá una vez a la semana para tratar pacientes en la clínica de salud de Fort Chip, le dijo a un entrevistador de la radio que en años recientes había visto cinco casos de colangiocarcinoma, cáncer de las vías biliares que normalmente ataca a una de cada 100 000 personas. Fort Chip tiene una población de 1 000 aproximadamente; incluso un caso es estadísticamente es improbable. O’Connor no había logrado que las autoridades de salud dedicadas al cáncer se interesaran en el asunto, pero la entrevista en la radio atrajo mucha atención. “De repente estaba en todas partes –dice–. Simplemente estalló”.
Dos de los cinco casos de O’Connor, dice, han sido confirmados por biopsia de tejidos; los otros tres pacientes mostraban los mismos síntomas pero murieron antes de poder practicarles una biopsia (el colangiocarcinoma puede confundirse en las tomografías con cánceres más comunes, como el de hígado o páncreas).
Una noche de invierno, cuando Jim Boucher era un muchacho, en los tiempos en que la industria de las arenas bituminosas llegó a su bosque, regresaba solo en trineo a la cabaña de sus abuelos de un encargo en Fort McKay. Era un viaje de 30 kilómetros más o menos, y la temperatura era menor a los 20° C. A la luz de la luna, Boucher vio una bandada de perdices, aves blancas en la nieve. Cazó cerca de 50, las subió al trineo y se las llevó a casa. Cuatro décadas más tarde, sentado en su oficina de director ejecutivo, en pantalones blancos de algodón y una camiseta deportiva Adidas también blanca, recuerda la expresión de orgul10 halloween costumes in 2008lo de su abuela esa noche. “Era otro mundo espiritual –dice Boucher–. Creí que ese mundo duraría para siempre”. Ahora, cuando le preguntan acerca del futuro de las arenas bituminosas y el lugar que ocupa su gente, cuenta esta historia.
Una encuesta realizada por el Pembina Institute en 2007 halló que 71 % de los habitantes de Alberta estaban a favor de una idea que su gobierno siempre había rechazado por completo: una moratoria a los nuevos proyectos de arenas bituminosas hasta que las preocupaciones ambientales pudieran resolverse. “Es mi creencia que cuando el gobierno intenta manipular al libre mercado, suceden cosas malas –dijo el primer ministro Stelmach durante una reunión de ejecutivos de la industria petrolera ese año–. El sistema de libre mercado resolverá esto”.
Pero el libre mercado no considera los efectos de las minas en el río o el bosque, o en la gente que vive ahí, a menos que se vea obligado a hacerlo. Tampoco, si depende de él, tomará en cuenta los efectos de las arenas bituminosas en el clima. Jim Boucher ha colaborado con la industria de las arenas bituminosas para construir una nueva economía para su gente, para remplazar la que perdieron, para proporcionarle un nuevo futuro a los niños que ya no cazan perdices a la luz de la luna. Pero está consciente de los sacrificios. “Es una lucha por equilibrar las necesidades de hoy con las de mañana cuando ves el medio ambiente en el que vamos a vivir”, dice. En el norte de Alberta la pregunta de cómo lograr ese equilibrio se ha dejado en manos del libre mercado, y la respuesta ha sido olvidarse del mañana. El mañana no es su responsabilidad.