2009年4月26日星期日

Tocando fondo: el auge del petróleo canadiense [Artículos]



Foto de Peter Essick


La explotación de las arenas bituminosas de Alberta, alguna vez considerada muy costosa y dañina para la tierra, es hoy una apuesta millonaria.


Un día de 1963, cuando Jim Boucher tenía siete años, trabajaba en las trampas de caza con su abuelo, a unos kilómetros al sur de la reserva de naciones originarias Fort McKay, en el río Athabasca del norte de Alberta. Es parte del bosque boreal que se extiende a lo largo de Canadá, cubriendo más de un tercio del país. En 1963, ese bosque seguía casi intacto. El gobierno aún no construía un camino de grava hacia Fort McKay; se llegaba en bote o en trineo durante el invierno. Los indios chipewyan y cree de la zona –Boucher es un chipewyan– estaban en su mayoría apartados del mundo exterior. Cazaban alce y bisonte para comer; pescaban lucioperca y pescado blanco en el Athabasca; recolectaban moras y arándanos. Para obtener ganancias, capturaban castores y visones. Fort McKay era un pequeño centro de comercio de pieles. No tenía gas, electricidad, teléfono ni agua corriente. No llegaron hasta los setenta y ochenta.


Sin embargo, según recuerda Boucher, el cambio comenzó ese día de 1963, en la larga ruta que su abuelo usaba para poner sus trampas, cerca de un lugar llamado Lago Mildred. Por generaciones, sus ancestros habían trabajado esa ruta. “Estos senderos han estado aquí por miles de años”, dijo Boucher un día en el verano pasado, sentado en su amplia y bonita oficina en Fort McKay. Su palo de golf recargado en una esquina; Mozart tocando suave en el estéreo. “Y ese día, de repente, salimos a un claro. Un enorme claro. Sin previo aviso. En los setenta llegaron y tiraron la cabaña de mi abuelo, sin avisos ni deliberaciones”. Ese fue el primer encuentro de Boucher con la industria petrolera que, a una velocidad sorprendente, ha transformado por completo esta parte del noreste de Alberta en unos cuantos años. Ahora Boucher se encuentra rodeado por ella y él mismo está inmerso.


Donde alguna vez estuvieron la ruta de trampas, la cabaña y el bosque ahora hay una mina a cielo abierto. Aquí Syncrude, el productor de petróleo más grande de Canadá, saca arena bituminosa del suelo con palas eléctricas de cinco pisos de alto, luego separa el betún de la arena con agua caliente y a veces con sosa caústica. Junto a la mina, arden las hogueras de una unidad de procesamiento que quiebra el betún alquitranado y lo convierte en Syncrude Sweet Blend, crudo sintético que viaja por un oleoducto a las refinerías en Edmonton, Alberta; Ontario y Estados Unidos. El Lago Mildred, por su parte, se ha empequeñecido frente a su vecino, el Mildred Lake Settling Basin, lago de 10 kilómetros cuadrados de residuos tóxicos de la mina. El dique de arena que lo contiene es por volumen una de las presas más grandes del mundo.


Syncrude tampoco está solo. En un radio de 35 kilómetros a la redonda de la oficina de Boucher hay seis minas que producen casi tres cuartos de millón de barriles de petróleo crudo sintético al día; y hay más en el oleoducto. En donde las capas de betún están muy profundas para sacarse de un pozo abierto, la industria las derrite in situ con enormes cantidades de vapor, para que puedan ser bombeadas a la superficie. La industria ha gastado más de 50 000 millones en construcción durante la última década, entre los cuales alrededor de 20 000 millones se usaron en 2008. Antes del colapso de los precios del petróleo en el otoño pasado, se estimaban otros 100 000 millones en los años siguientes y duplicar la producción para el 2015. La mayoría de ese petróleo viajaría por los nuevos oleoductos hasta Estados Unidos. Muchos proyectos de expansión se suspendieron, pero los prospectos a largo plazo para las arenas no han disminuido. A mediados de noviembre, la Agencia Internacional de la Energía hizo público un reporte que estimaba unos 120 dólares por barril de petróleo para el 2030, un precio que justificaría el esfuerzo que implica sacarlo de las arenas.


En ningún lugar en la Tierra se está moviendo más la tierra que en el valle de Athabasca. Para extraer cada barril de petróleo de una mina a cielo abierto, la industria primero debe talar el bosque, luego retirar un promedio de dos toneladas de turba y tierra que yacen sobre la capa de las arenas y dos toneladas más de la propia arena. Debe calentar muchos barriles de agua para separar el betún de la arena y mejorarla, y después desechar agua contaminada en estanques de residuos como el que está cerca del Lago Mildred. Ahora cubren alrededor de 130 kilómetros cuadrados. El pasado abril, unos 500 patos migratorios confundieron uno de esos estanques, en una nueva mina de Syncrude al norte de Fort McKay, con una escala hospitalaria, por lo que aterrizaron en su aceitosa superficie y murieron. Rascar y cocinar un barril de crudo de las arenas bituminosas emite tres veces más dióxido de carbono que dejar que uno brote del suelo en Arabia Saudí. Las arenas de petróleo aún son una pequeña parte del problema mundial –son responsables de menos de un décimo de 1 % de las emisiones globales de CO2– pero para muchos ambientalistas son la punta del iceberg, el primer paso de un camino que podría llevar a fuentes de petróleo aún más sucias: producirlo a partir de esquisto o carbón. “Las arenas bituminosas representan un punto de decisión para Norteamérica y el mundo –dice Simon Dyer del Pembina Institute, grupo ambiental canadiense moderado y muy respetado–. ¿Vamos a tomar con seriedad la energía alternativa o tomaremos la ruta del petróleo no convencional? El hecho de que estemos dispuestos a mover cuatro toneladas de tierra por un solo barril es prueba de que realmente el mundo se está quedando sin petróleo fácil”.


Durante mucho tiempo esta nación originaria intentó luchar en contra de la industria petrolera, con poco éxito. Ahora, dijo Boucher, “estamos tratando de desarrollar la capacidad de la comunidad para tomar ventaja de esta oportunidad”. Boucher no sólo preside esta nación originaria, como jefe, también dirige el Fort McKay Group of Companies, negocio propiedad de la comunidad que provee servicios a la industria de las arenas bituminosas y que obtuvo 85 millones en 2007. El desempleo es menor a 5 % en el pueblo y este tiene una clínica, un centro para la juventud y 100 casas nuevas de tres recámaras que la comunidad le renta a sus miembros por un costo mucho menor al precio del mercado. La First Nation incluso está considerando abrir su propia mina: posee 3 300 hectáreas de arenas bituminosas de primera calidad a lo largo del río, justo al lado de la mina de Syncrude donde murieron los patos.


Mientras Boucher me decía todo esto, seleccionaba trozos de carne de un pescado blanco ahumado sobre su mesa de conferencias, junto a un conjunto de ventanas que ofrecían una vista panorámica del río. Un empleado le había entregado el pescado en una bolsa de plástico, pero Boucher no sabía de dónde venía. “Te puedo decir una cosa –dijo–. No viene del Athabasca”.


Sin el río, no habría industria petrolera. Es el río el que por decenas de millones de años ha erosionado miles de millones de metros cúbicos del sedimento que alguna vez cubrió el betún, poniéndolo así al alcance de las palas –y en algunos lugares hasta la superficie–. En un día cálido de verano, junto al Athabasca, cerca de Fort McKay por ejemplo, el betún rezuma del banco del río arrojando un brillo aceitoso sobre el agua. Viejos comerciantes de pieles reportaron haberlo visto y haber observado cómo los nativos lo usan para impermeabilizar sus canoas.

A temperatura ambiente, el betún es como melaza, y debajo de los 10° C o algo así es tan duro como un disco de hockey, como invariablemente dicen los canadienses. Pero hubo un tiempo en que era crudo ligero, el mismo líquido que las compañías petroleras han estado sacando de los pozos profundos del sur de Alberta por casi un siglo. Según creen los geólogos, hace decenas de millones de años un enorme volumen de ese petróleo fue arrastrado hacia el noreste, quizás cerca de las faldas de las Montañas Rocallosas. En el proceso, también migró hacia el norte, junto a las capas de sedimento inclinadas, hasta que eventualmente alcanzó profundidades superficiales lo bastante frías como para que prosperaran bacterias. Esas bacterias degradaron el petróleo en betún.


El gobierno de Alberta calcula que los tres principales depósitos de arena bituminosa de la provincia, de los cuales el mayor es el de Athabasca, contienen hoy en día 173 000 millones de barriles de petróleo económicamente recuperables. “Eso, en la escena mundial, es gigantesco”, dice Rick George, director ejecutivo de Suncor, que abrió la primera mina en el río Athabasca en 1967. En 2003, cuando el Oil & Gas Journal añadió las arenas bituminosas de Alberta a su lista de reservas comprobadas, Canadá alcanzó de inmediato el segundo lugar, después de Arabia Saudita, entre las naciones productoras de petróleo.


Extraer petróleo de las arenas es sencillo, pero no fácil. Las palas eléctricas gigantes que rigen las minas tienen dientes de acero endurecido que pesan una tonelada cada uno, y conforme se clavan en la abrasiva arena negra las 24 horas del día, los siete días de la semana, 365 días al año, se erosionan cada uno o dos días; un soldador hace las veces de dentista de los dinosaurios y les pone nuevas coronas. Los camiones de volteo que rugen alrededor de la mina, arrastrando cargas de homemade cow halloween costumes400 toneladas de las palas a un triturador de roca, queman 190 litros de diesel por hora; hace falta un montacargas para cambiarles las llantas, que se acaban en seis meses. Y cada día en el valle de Athabasca emergen más de un millón de toneladas de arena de las quebradoras y son mezcladas con más de 200 000 toneladas de agua que debe calentarse, por lo general a 80° C, para separar el pegajoso betún. En las unidades de procesamiento, el betún se calienta de nuevo, a cerca de 480° C, y se comprime a más de 100 atmósferas, lo necesario para romper las complejas moléculas y sustraer el carbono o añadir de nuevo el hidrógeno que las bacterias removieron hace eras. Eso es lo que toma hacer los ligeros hidrocarbonos que necesitamos para llenar nuestros tanques de gas: una cantidad de energía impresionante. La extracción in situ, única manera de obtener más o menos 80 % de esos 173 000 millones de barriles, puede utilizar hasta más del doble de la energía que la minería, debido a que requiere demasiado vapor.


La mayoría de la energía para calentar agua o fabricar vapor proviene de la quema de gas natural, que también proporciona el hidrógeno para el mejoramiento. Precisamente porque se trata de hidrógeno rico, y en su mayoría libre de impurezas, el gas natural es el combustible fósil más limpio, el que arroja menores cantidades de carbono y otros contaminantes en la atmósfera. Por eso los críticos dicen que la industria de las arenas bituminosas desperdicia el combustible más limpio para fabricar el más sucio: que trans-forma el oro en plomo. El argumento tiene sentido en términos ambientales, pero no en los económicos, dice David Keith, un físico experto en energía de la Universidad de Calgary. Cada barril de crudo sintético contiene alrededor de cinco veces más energía que el gas natural que se utiliza para hacerlo, y en una forma líquida mucho más valiosa. “En términos económicos es un éxito –dice Keith–. Toda esta cosa de transformar el oro en plomo es lo opuesto. El oro en nuestra sociedad son los combustibles líquidos para transporte”.


La mayoría de las emisiones de carbono de esos combustibles provienen de los tubos de es-cape de los autos que los queman; basados en el ciclo completo del combustible, las arenas bituminosas son sólo de 15 a 40 % más sucias que el petróleo convencional. Pero la pesada huella del carbono sigue siendo una desventaja ambiental –y de relaciones públicas–. En junio pasado, el primer ministro de Alberta, Ed Stelmach, anunció un plan para lidiar con las emisiones extra. La provincia, dijo, gastará más de 1 500 millones en el desarrollo de la tecnología para captar el dióxido de carbono y almacenarlo bajo tierra –una estrategia que por años se ha intentado vender como la solución al cambio climático–. Para 2020, de acuerdo con el plan, las emisiones de carbono de la provincia se estabilizarán, y para 2050 declinarán en un 15 % por debajo de los niveles de 2005. Eso significa una reducción mucho menor a la que los científicos consideran necesaria. Pero supera el compromiso del gobierno de Estados Unidos.


Una cosa a la que Stelmach se ha rehusado consistentemente es a “poner freno” al auge de las arenas bituminosas. Este auge ha sido oro, tanto para la economía de la provincia como para la nacional. Los habitantes de Alberta ya están amargamente familiarizados con el ciclo de auge y decadencia; la última vez que los precios del petróleo se colapsaron, en los ochenta, la economía de la provincia no se recuperó por una década. Las arenas bituminosas cubren un área del tamaño de Carolina del Norte, y el gobierno provincial ya ha arrendado alrededor de la mitad, incluyendo 3 512 kilómetros cuadrados que son explotables. Aún tiene que rechazar una solicitud para desarrollar uno de esos arrendamientos, por motivos ambientales o de otro tipo.


Desde un helicóptero es fácil ver el impacto de la industria en el valle del Athabasca. A minutos de despegar de Fort McMurray, en dirección al norte a lo largo del banco este del río, se pasa sobre la mina Millennium de Suncor –los arrendamientos de la compañía se extienden prácticamente hasta el pueblo–. En un día con un poco de viento, las nubes de polvo que emanan de las llantas y las cargas de los camiones de basura se unen en un solo nubarrón enorme que oscurece grandes partes del pozo de la mina y se derrama sobre sus bordes. Al norte, en una extensión intacta de bosque, una nube similar se eleva del siguiente pozo, la mina Steepbank de Suncor; a lo lejos se ven otras dos, y dos más del otro lado del río. Una tarde de julio pasado, las nubes se habían fusionado en una franja que se arrastraba a través del devastado paisaje. Era absorbida por la corriente de aire de una nube de tormenta. En la distancia, el vapor y el humo y las flamas de gas salían de las hogueras de las unidades de procesamiento de Syncrude y Suncor: inevitablemente vienen a la mente “fábricas oscuras y satánicas”, pero al mismo tiempo son una visión fascinante. A kilómetros de distancia, se podía oler el hedor a alquitrán. Cuando estás lo suficientemente cerca, te perfora los pulmones.


Desde el aire, sin embargo, las minas desaparecen rápidamente. Volando bajo sobre el río, tras sorprender a un joven alce que cruzaba un estrecho canal, un biólogo del gobierno, Preston McEachern, y yo viramos en dirección al noroeste hacia las Montañas Birch, sobre vastas extensiones de bosque escasamente distribuido. El bosque boreal canadiense cubre cinco millones de kilómetros cuadrados, de los cuales alrededor de 75 % no han sido desarrollados. Las arenas bituminosas ya han convertido unos 420 kilómetros cuadrados –el 100 % del área total– en polvo, tierra y estanques de residuos. La expansión de la extracción in situ podría afectar a una zona mucho más amplia. En las instalaciones de Firebag de Suncor, al noreste de la mina Millennium, el bosque no ha sido destruido por completo, pero lo atraviesan caminos y oleoductos que dan servicio a un gran tablero de ajedrez de enormes claros, en cada uno de los cuales Suncor extrae betún enterrado a grandes profundidades mediante un conjunto de pozos. A los ambientalistas y los biólogos de la vida salvaje les preocupa que la creciente fragmentación del bosque, tanto por compañías madereras como de minerales, pone en peligro al caribú y a otros animales. “El bosque boreal como lo conocemos podría desaparecer en una generación si no se hacen importantes cambios estratégicos”, dice Steve Kallick, director de la Pew Boreal Campaign, cuyo objetivo consiste en proteger a 50 % del bosque.


McEachern, que trabaja para Alberta Environment, una agencia provincial, dice que los estanques de residuos son su máxima preocupación. Las minas arrojan agua de desperdicio en los estanques, explica, porque no se les permite hacerlo en el Athabasca y porque necesitan reutilizar el agua. Conforme el espeso lodo café surge de las pipas de descarga, la arena se asienta rápidamente, formando el dique que retiene el estanque; los residuos de betún flotan a la superficie. Pero a la fina arcilla y las partículas de cieno les toma muchos años asentarse, y cuando lo hacen, producen una viscosidad similar al yogur –el término técnico es “desechos finos maduros”– que está contaminado con químicos tóxicos como el ácido nafténico y el hidrocarburo aromático policíclico (HAP), que tardarán siglos en secarse por sí solos. Según los términos de sus licencias, las minas están obligadas a recuperarlos de alguna manera, pero han rebasado las fechas límite y aún no han recuperado ni un solo estanque.


En el más viejo y conocido de ellos, el Estanque 1 de Suncor, el lodo sobrepasa por mucho al río, detenido por un dique de arena compacta que se eleva a unos 100 metros de la superficie del valle y está salpicada de pinos. El dique ya ha tchoose halloween mask to make the perfect halloween costumeenido fugas, y en 2007 un estudio modelo, hecho por hidrogeólogos de la Universidad de Waterloo, estimó que dos litros de agua contaminada por segundo podrían estar llegando al río. Suncor está ahora en el proceso de recuperar el Estanque 1, enviando algunos residuos a otro estanque y remplazándolos con yeso para consolidarlos. Para 2010, asegura la compañía, la superficie será tan sólida como para plantar árboles. El último verano era aún una mancha de lodo beis rayado con betún negro salpicada de espantapájaros de plástico color naranja, que se supone deben disuadir a las aves de aterrizar ahí y morirse.


El gobierno de Alberta afirma que no se está contaminando al río; que cualquier cosa que se encuentre en él o en su delta, el Lago Athabasca, proviene de escurrimientos naturales de betún. El río atraviesa justo por la corriente de las arenas bituminosas que corre río abajo por las minas, y cuando nuestro helicóptero se acercó a unos metros sobre él, McEachern señaló varios sitios en donde el banco del río estaba negro y el agua aceitosa. “Conforme avanzas hacia abajo, hay un incremento de muchos metales –dijo–. Eso es natural, es la erosión geológica. Los peces de la parte alta del Lago Athabasca tienen mercurio; tenemos una advertencia ahí desde los noventa. Hay HAP en los sedimentos del delta. Están ahí porque el río ha erosionado las arenas bituminosas”.


Los científicos independientes, por no hablar de la gente que vive río abajo de las minas en la comunidad de naciones originarias de Fort Chipewyan, en el Lago Athabasca, son escépticos. “Es inconcebible que mover tanto alquitrán no traiga consecuencias”, dice Peter Hodson, toxicólogo de peces de la Universidad de Queen en Ontario. De hecho, un estudio de Environment Canada muestra un efecto en los peces del río Steepbank, que pasa por una mina de Suncor hasta el Athabasca. Los peces cerca de la mina, según descubrieron Gerald Tetreault y sus colegas cuando atraparon algunos en 1999 y 2000, presentaron cinco veces más actividad de un enzima del hígado que deshace las toxinas –medida de la exposición a los contaminantes ampliamente utilizada– como los peces cerca del escurrimiento natural de betún en el Steepbank.


En 2006, John O’Connor, médico familiar que volaba hasta allá una vez a la semana para tratar pacientes en la clínica de salud de Fort Chip, le dijo a un entrevistador de la radio que en años recientes había visto cinco casos de colangiocarcinoma, cáncer de las vías biliares que normalmente ataca a una de cada 100 000 personas. Fort Chip tiene una población de 1 000 aproximadamente; incluso un caso es estadísticamente es improbable. O’Connor no había logrado que las autoridades de salud dedicadas al cáncer se interesaran en el asunto, pero la entrevista en la radio atrajo mucha atención. “De repente estaba en todas partes –dice–. Simplemente estalló”.


Dos de los cinco casos de O’Connor, dice, han sido confirmados por biopsia de tejidos; los otros tres pacientes mostraban los mismos síntomas pero murieron antes de poder practicarles una biopsia (el colangiocarcinoma puede confundirse en las tomografías con cánceres más comunes, como el de hígado o páncreas).


Una noche de invierno, cuando Jim Boucher era un muchacho, en los tiempos en que la industria de las arenas bituminosas llegó a su bosque, regresaba solo en trineo a la cabaña de sus abuelos de un encargo en Fort McKay. Era un viaje de 30 kilómetros más o menos, y la temperatura era menor a los 20° C. A la luz de la luna, Boucher vio una bandada de perdices, aves blancas en la nieve. Cazó cerca de 50, las subió al trineo y se las llevó a casa. Cuatro décadas más tarde, sentado en su oficina de director ejecutivo, en pantalones blancos de algodón y una camiseta deportiva Adidas también blanca, recuerda la expresión de orgul10 halloween costumes in 2008lo de su abuela esa noche. “Era otro mundo espiritual –dice Boucher–. Creí que ese mundo duraría para siempre”. Ahora, cuando le preguntan acerca del futuro de las arenas bituminosas y el lugar que ocupa su gente, cuenta esta historia.


Una encuesta realizada por el Pembina Institute en 2007 halló que 71 % de los habitantes de Alberta estaban a favor de una idea que su gobierno siempre había rechazado por completo: una moratoria a los nuevos proyectos de arenas bituminosas hasta que las preocupaciones ambientales pudieran resolverse. “Es mi creencia que cuando el gobierno intenta manipular al libre mercado, suceden cosas malas –dijo el primer ministro Stelmach durante una reunión de ejecutivos de la industria petrolera ese año–. El sistema de libre mercado resolverá esto”.


Pero el libre mercado no considera los efectos de las minas en el río o el bosque, o en la gente que vive ahí, a menos que se vea obligado a hacerlo. Tampoco, si depende de él, tomará en cuenta los efectos de las arenas bituminosas en el clima. Jim Boucher ha colaborado con la industria de las arenas bituminosas para construir una nueva economía para su gente, para remplazar la que perdieron, para proporcionarle un nuevo futuro a los niños que ya no cazan perdices a la luz de la luna. Pero está consciente de los sacrificios. “Es una lucha por equilibrar las necesidades de hoy con las de mañana cuando ves el medio ambiente en el que vamos a vivir”, dice. En el norte de Alberta la pregunta de cómo lograr ese equilibrio se ha dejado en manos del libre mercado, y la respuesta ha sido olvidarse del mañana. El mañana no es su responsabilidad.

It’s Been a Crazy Month, It’s Nice to Blog Again!

California Motorcycle Accident Lawyer Norman Gregory Fernandez discusses current events.The title of this article speaks for itself. It has been one heck of a crazy month for me. I have been super busy handling motorcycle accident cases, car accident cases, truck accident cases, slip and fall cases, family law matters, etc. I am getting ready for trial and doing my thing! Welcome to all of my new clients, I am never to busy for you.



Sometimes you find yourself so busy that it is very hard to come up for air, but it is nice when you do. I am sure many of you can relate to that statement.



In the past couple of months we have seen the beginnings of the economic meltdown that I predicted when I wrote multiple articles about how the high price of gas was a national emergency, and that it would destroy our economy. Now we can see that the high oil prices were not a matter of supply and demand after all, but pure speculation by commodities traders. How else can you explain that oil prices have gone way down with the markets!



On a side note concerning the mortgage crises, I always wondered how a family with an average income could afford a million dollar house. I knew that everyone could not be getting rich around me, yet houses that were basically worth $200,000 in West Hills, California were selling for $700,000-$1,000,000. Now we all know why. It was a big pyramid scheme; nothing more, nothing less.



The mortgage companies and investors were artificially driving the prices of houses much higher than they were worth, by handing mortgages to everyone and their mother without any regard to whether they could pay the mortgage off. The result being that housing prices continued to artificially be higher than they were worth. The investors figured that if someone was foreclosed on, it would be no big deal because there would be some other sucker to come along and buy a house for 300% more than what it was worth! Well the bubble is bursting. I predict we have just seen the beginning. It could be a decade before the housing market recovers.



We all learned that the problem with the housing pyramid scheme was that in the end, there were not enough new suckers coming in at the bottom, to prop up choose halloween mask to make the perfect halloween costumethe big wigs at the top who caused this crisis to begin with. What does our nation then do, we then give a bailout to the guys at the top who caused the crises, and let the poor suckers who were the actual victims in the pyramid scheme fall like the leaves of autumn.



We have been the observers of American history as we witnessed the United States of America elect our nation’s first African American President some 360 years after African’s were first brought to this new world as slaves. No matter who you voted for in the election of 2008, you must admit that it was sure something to see. It is truly amazing that in a nation where African Americans could not vote, sit at the front of a bus, or even own property in certain parts of this nation as little as 40 years ago, can now elect an African American to be President of the United States. Yes, we have seen American history. No matter what your political persuasion, maybe the dream that our Founding Fathers strived for can now be had by all Americans.



We as American’s will be tested hard in the coming months and years, both with the economic crises and the depression that we are in. Yes, it is beyond a recession, it is a dindiana jones back 10 halloween costumes in 2008againepression. I am sure we will get through these hard times eventually like we have always done. We Americans will always prevail, it is in our nature to do so.



Tens of thousands of Americans have lost their jobs in the last couple of months. Over a million have lost their jobs on the last year.



We shall overcome. In these times of crisis, we will all need to help each other out to get through it. No man is an island alone.



God Bless America.



By California Biker Lawyer Norman Gregory Fernandez, © 2008

Ballenas azules [Artículos]

Frente a las costas de Costa Rica, unos científicos estudian un reducto de ballenas que estaban al borde de la extinción.




Foto de Flip Nicklin


En el puerto de Acapulco destacaba entre los yates blancos el R.V. Pacific Storm: un barco de trabajo, de casco negro, buque de arrastre en una vida anterior, renacido en forma de embarcación de investigación. En el puerto había embarcaciones más grandes y opulentas. Se invierten fortunas en los blancos yates de Acapulco, pero este buque de arrastre, de 26 metros de largo, semblante adusto y alta proa color negro, era el barco para mí. Si alguien me hubiera pedido que eligiera de entre toda esta flota la embarcación que habría de llevarme en un recorrido de un mes de duración en busca de ballenas azules, no lo habría dudado. Cuando Flip Nicklin y yo subimos nuestro equipo por la escalera del pesquero de arrastre y lo guardamos en nuestra cabina, sentí una satisfacción casi salvaje.

Llámenme Ismael, si quieren, pero siempre que empiezo a sonreír menos, que en mi alma se instala un noviembre húmedo y con llovizna; siempre que paso demasiados meses consecutivos frente al teclado de la computadora, bajo la luz artificial, como una especie de troglodita, encarcelado por mí mismo, tecleando para mantenerme, decido que ha llegado el momento de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Me apresuré a aceptar la misión a bordo del Pacific Storm. Dado que el viaje partiría el tres de enero, hice tres resoluciones de año nuevo: sería un afable compañero de tripulación. No me quejaría en absoluto. Me abstendría de hacer alusión alguna a Herman Melville. ¿Mencioné que íbamos tras una ballena blanca macho?

Es verdad. Entre las ballenas azules de la parte oriental del Pacífico septentrional, el grupo que pasa el verano sobre todo frente a California y cuya migración seguiríamos hacia el sur, hay una ballena blanca, quizás albina. Cuatro meses antes, un esquife inflable del Pacific Storm la había marcado para su detección satelital a la altura de Santa Bárbara, pero su etiqueta, la número 4 172, había dejado de transmitir pocas semanas después de ser implantada y ahora su paradero era un enigma. Los satélites de órbita polar heliosíncronos TIROS N ya no podían rastrearla, pero era uno de los animales que esperábamos ver frente a América Central.

Una vez instalados en el Pacific Storm, Nicklin, cruzado de piernas en su litera, preparó su Nikon D200, con una lente submarina Sea & Sea. Exprimió un poco de grasa de silicona de un tubo sobre la punta de uno de sus dedos y la aplicó alrededor del borde del O-running through corn mazes lost and scared on halloweenring azul de la lente. Abrió la parte posterior de la cámara y le dio un tratamiento similar al O-ring de la parte trasera. Nicklin pertenece a un nuevo tipo de balleneros. Su labor no consiste en obtener el aceite, sino en captar la esencia de los cetáceos, y la Nikon es su arpón predilecto.

El Pacific Storm se lanza a la mar. Zarpamos hacia el sur en la primera etapa del viaje para evitar los vientos de Tehuantepec a lo largo del recodo oriental de América Central, después viramos hacia el suroeste en dirección a la anomalía térmica que sería nuestro destino.

El Domo de Costa Rica es una ascensión de aguas frías ricas en nutrientes, generada por el encuentro de vientos y corrientes al oeste de América Central. El lugar no es fijo; serpentea un poco, pero el domo suele hallarse en algún punto entre los 500 y 800 kilómetros de la costa. La ascensión de las aguas causa que la termoclina (la capa limítrofe entre el agua fría profunda y el agua caliente de la superficie) se sitúe hasta 10 metros por debajo de la parte superior. Junto con el agua fría con poco contenido de oxígeno ascienden de las profundidades nitrato, fosfato, silicato y otros nutrientes. Este maná, o antimaná (don que no viene del cielo, sino de las profundidades) constituye un oasis en el mar. La ascensión de nutrientes del domo fertiliza las minúsculas plantas de fitoplancton que alimentan a los diminutos animales del zooplancton, lo cual atrae a animales más grandes, algunos de los cuales son enormes en verdad.

La ballena azul, Balaenoptera musculus, es la criatura más grande que haya existido. Lineo derivó el nombre de su género del latín balaena, “ballena”, y del griego pteron, “aleta” o “ala.” El nombre de su especie, musculus, es el diminutivo del latín “ratón”, aparentemente una broma de Lineo. La “ballena ratoncito” puede alcanzar las 200 toneladas de peso y 30 metros de largo. Una ballena ratoncito puede pesar lo mismo que todos los jugadores de la Liga Nacional de Futbol Americano (NFL). Del mismo modo que un elefante puede levantar a un ratoncito con la trompa, también puede, a su vez, ser levantado y transportado por una ballena azul en su colosal lengua. De haber sido inyectado por vía intravenosa, en lugar de deglutido, Jonás podría haber nadado por los vasos arteriales de esta ballena, impulsado cada 10 segundos por su lento pulso divino.

La gran velocidad de nado de la ballena azul, junto con lo alejado de su bastión (donde se reúnen tres de los océanos de la Tierra en las heladas aguas alrededor de la Antártida), protegieron a la mayor parte de los miembros de la especie hasta comienzos del siglo xx. La invención de los arpones explosivos y los botes de captura rápidos accionados por vapor abrieron una brecha en el bastión. Durante las primeras seis décadas del siglo xx fueron sacrificadas 360 000 ballenas azules. Se extirpó la población de las inmediaciones de la isla Georgia del Sur, junto con todas aquellas que se alimentaban en las aguas costeras de Japón. Algunas poblaciones de ballenas azules fueron reducidas en 99 %, y la especie llegó al borde de la extinción.

En opinión de Bruce Mate y John Calambokidis, los científicos a cargo en el Pacific Storm, la ironía es profunda y dolorosa. Las ballenas azules que ellos estudian, los 2 000 animales que veranean frente a América del Norte, alguna vez apenas una fracción, hoy día constituyen una población considerable.

Mate, director del Instituto de Mamíferos Marinos de la Universidad Estatal de Oregon, es el marcador de ballenas con etiquetas para detección satelital más inventivo y prolífico del mundo. El domo llamó por primera vez su atención en 1995, cuando una ballena azul que él había marcado frente a California en verano comenzó a transmitir desde aguas de Costa Rica en invierno. Calambokidis, cofundador de Cascadia Research, en Olympia, Washington, es el especialista en identificación fotográfica de ballenas más prolífico de la costa occidental de los Estados Unidos. En 1999 hizo un reconocimiento del domo en velero. El viaje estuvo plagado de mal clima y el velero era demasiado pequeño para su misión, pero en el domo Calambokidis logró identificar, por medio de fotografías, a 10 ballenas que había retratado frente a California.

¿Por qué una ballena azul se alejaría de su área de alimentación al final del verano y emigraría a miles de kilómetros para pasar el invierno en esta zona tropical de ascensión de agua? Algunas de las ballenas marcadas se quedaban cinco meses o más en el domo, llegaban temprano durante la migración hacia el sur y partían tarde (conducta que, en otras especies de ballenas misticetas, se observa en hembras embarazadas y madres primerizas). Nunca se había advertido en ballenas azules, por la mejor de las razones: nadie había sido testigo del nacimiento de una de ellas. Ballenas grises, jorobadas y francas (las especies misticetas que se han estudiado en sus zonas de parto) parecían alimentarse poco, si lo hacían, en esas regiones. Sin embargo, hay indicios de que la ballena azul podría ser diferente. Dado su gran tamaño y enormes requisitos de energía, quizás se vea obligada a hallar zonas para pasar el invierno donde pueda comer algo más que un refrigerio. El oasis del Domo de Costa Rica satisfaría este requisito. Además, la productividad de la ascensión de aguas contribuiría a que las madres lactantes convirtieran a cardúmenes de kril en los barriles de leche que requieren los ballenatos para aumentar sus 90 kilogramos diarios.

La Balaenoptera musculus recibió protección internacional a mediados de los sesenta, pero, por motivos que no se entienden claramente, apenas si ha repuntado. Mate y Calambokidis creen que si la mayor de las criaturas ha de regresar, su población y sus movimientos deberán cartografiarse. La mayor población restante de la especie es más vulnerable en aguas tropicales, donde da a luz a delicados ballenatos de ocho metros de largo y tres toneladas de peso.


Conforme seguíamos el corredor de la migración de la ballena azul rumbo al sur, nos turnamos en el puente para vigilar la presencia de ballenas, oteando el horizonte, atentos a las columnas de agua. De acuerdo con el satélite, las ballenas 5 801 y 23 043 ya habían llegado al domo, y la número 5 670 se acercaba. Los científicos están especialmente interesados en la ballena 23 043, ya que conocen su sexo, hembra, y llegó temprano al domo, lo cual podría esperarse de una futura madre. La ballena azul albina, 4 172, se hallaba en alguna parte dentro del grupo que se desplazaba hacia el sur, si es que estaba migrando hacia el domo. Pero el Pacífico es un océano grande, y no vimos un solo chorro de agua.

De vez en cuando, de día y de noche, el barco pasaba a neutral, y los investigadores sacaban su equipo a borda: un sensor CTD, una ecosonda y un hidrófono. El sensor CTD registra conductividad (una medida de la salinidad), temperatura y profundidad. La ecosonda busca concentraciones de kril, del cual la ballena azul subsiste casi por completo.

“Estamos realizando algunas observaciones en el camino –explicaba Mate–. Si no hay kril, ¿pasarán las ballenas por aquí? Si hay grandes concentraciones, ¿se quedarán? Buscamos caca. Trataremos de recogerla, ver si están comiendo. Además, revisaremos su aliento, que es más pestilente cuando han comido”.

El hidrófono era para detectar las voces de las ballenas azules. La sencilla canción del ballenato de ballena azul (el descomunal y estentóreo pulso bajo-profundo de la llamada A, seguido por el tono continuo de la llamada B) es la canción más portentosa del mar, capaz en teoría de propagarse a través de la mitad de una cuenca oceánica. Sin embargo, las grandes ballenas misticetas suelen desplazarse silenciosamente. Salvo por algunos fragmentos de canción, no oímos nada en absoluto.


Cuando llegamos al Domo de Costa Rica, tres días después de zarpar de Acapulco, el océano tenía el mismo aspecto: sólo un horizonte azul y oleaje constante. Hizo falta un sondeo del sensor CTD para detectar la termoclina que yacía a sólo 20 metros de la superficie. Habíamos llegado. “¡Soplo a las 11 en punto!”, exclamó Calambokidis la mañana siguiente desde la cruceta, nuestra canastilla, por su walkie-talkie. Vimos en rápida sucesión otras dos columnas de agua una al lado de la otra (nuestras primeras ballenas azules) y lanzamos los botes para marcación, comenzando un ritual repetitivo que nos mantendría ocupados las siguientes tres semanas.

Los botes eran excedentes del servicio de guardacostas, un par de botes inflables de casco rígido con motor diésel (RHIB). Ciñéndonos a la nomenclatura meteorológica, nombramos al grande Hurricane y al pequeño Squall. Yo solía ir abordo del Hurricane. Su comandante era Bruce Mate. El segundo oficial, y la segunda de los Mate, era Mary Lou, videasta de la expedición y esposa del profesor desde hace 40 años. Yo era el encargado de las biopsias. Mi primera tarea fue montar mi ballesta, tomar un perno para biopsias de la hielera que hacía las veces de caja de munición, colocar el perno y luego retirar la funda de papel aluminio que protegía la punta de contaminación por ADN ajeno. Al disparar el perno contra la ballena, extirpaba un tapón de piel y grasa. A unos ocho centímetros de la punta, el perno estaba bloqueado por una bola oblonga de caucho amarillo que impedía que el proyectil penetrara demasiado y también servía para hacerlo rebotar de la ballena.

Montado en la proa de caucho del Hurricane había un bauprés, el “púlpito,” hecho ex profeso. Cada vez que nos acercábamos a las ballenas, yo seguía al profesor Mate hasta la estrecha rejilla de la cubierta del púlpito. Desde su funda, que era un tubo de plástico transparente atado al riel del púlpito, Mate sacaba el “aplicador” del marcador para detección satelital, un trabuco de metal rojo, cañón largo y culata de madera. Tanto Mate como yo llevábamos cinturones de seguridad, que sujetábamos a eslingas en el riel del púlpito, liberando nuestras manos para disparar. Casi siempre, lo primero que veíamos de una ballena era su soplo.

Cuando el sol estaba a nuestras espaldas, en ocasiones veíamos una dispersión prismática de color en la expansión explosiva de rocío y vapor (unos milisegundos de arcoíris) antes que el color se desvaneciera y el chorro se tornara blanco.

Siempre que una ballena azul salía para soplar cerca de nosotros, me impresionaban sus espiráculos, un par de orificios nasales avellanados situados sobre el montículo afilado de la cresta rostral, que formaban una especie de nariz en la parte posterior de la cabeza.

Su tamaño explicaba la ruidosa exhalación (más una detonación que un aliento), así como el chorro de nueve metros. Era una columna de agua impresionante, seguida por una imponente inhalación.

El segundo elemento que observamos de la ballena fue su lomo.

La ballena azul es, en palabras de un guía de campo, “de color gris ligeramente azulado en general, moteada de gris o blanco grisáceo”. Sea cual fuere el color, el lomo siempre tiene un brillo vidriado.

Si bien en la superficie las ballenas azules son presuntamente azules, bajo ella son indiscutidamente turquesa. Al observarla a través del filtro azul del océano, su palidez se vuelve turquesa o aguamarina. Esta perspectiva de la ballena, hacia abajo, a través de 5 a 15 metros de agua, es para mí la más inolvidable y evocadora.

Si bien el tono más hermoso de la ballena azul es el turquesa, entonces la forma más hermosa, la escultura más bella, está en las aletas de la cola. Durante la primera semana de nuestra actividad de marcación, parecía despedirse de nosotros con un gesto de la cola. “Chao chao”, nos decía. “Buen intento, mejor suerte para la próxima”. Cuando una ballena mostraba las aletas de su cola (cuando las dos hojas de palma se hallaban en lo alto) interrumpíamos la persecución, porque las aletas elevadas significan una inmersión profunda.

Sin embargo, en ocasiones observamos las aletas de la cola a poca profundidad. Eran enormes, más anchas que el bote, y cuando estaban en movimiento eran de una belleza hipnótica. “En ningún ser vivo están definidas más exquisitamente las líneas de la belleza que en los flancos de estas aletas”, escribe Melville en Moby Dick.

El último elemento que observamos deannual north halsted halloween parade in chicago la ballena fue la “huella de la caudal”.

Cuando una ballena o un delfín nadan a poca profundidad, la turbulencia producida por las aletas caudales se eleva para formar una mancha circular sobre la superficie: su impronta o huella. Las huellas que dejan las caudales de las ballenas azules son grandes y su persistencia sorprende. La mancha uniforme permanece mucho después de que la ballena se ha ido. “Es una medida de cuánta energía tiene su coletazo”, me confió Mate una tarde cuando me descubrió observando detenidamente una de estas manchas.

La huella enfática era otro de los signos desalentadores que nos obligaban a suspender una persecución. “¡Mira eso!”, dijo Mate una tarde al tiempo que avanzábamos hacia el centro de una huella enorme. Ladd Irvine, asistente de investigación que hacía las veces de timonel, rió con admiración: “No la volveremos a ver durante algún tiempo”.

Sobre el púlpito, el profesor separó los pies para conservar el equilibrio, apoyó la culata de su “aplicador” sobre las rejillas de la cubierta que lo coronaban y tomó el cañón justo debajo de la punta de su marcador para seguimiento por satélite. De vez en cuando, la brisa traía consigo un penetrante olor a rancio y a moho, mezclado en ocasiones con una flatulencia alarmante. “¡Caramba, Bruce!”, pensé en más de una ocasión. Un día, cuando el viento henchía sus caquis y nos acercábamos a un chorro frente a nosotros, el profesor emitió un estruendo tan portentoso, inhumano y maloliente que me di cuenta de que era totalmente inocente, que lo que había estado oliendo todo el tiempo no era a nuestro líder. Había estado percibiendo el mal aliento de las ballenas azules.

Durante casi una semana en el domo, todas las ballenas se nos habían escabullido. El sexto día nuestra suerte cambió. Esa mañana, vimos tres chorros en el sureste y botamos el Hurricane.

Las primeras dos ballenas juguetearon con nosotros y, como de costumbre, nos dejaron acercarnos, para luego apartarse. La tercera nos permitió colocarnos en una posición perfecta. Le seguimos la gran silueta turquesa, conservando la distancia con respecto de las aletas de la cola, mientras la ballena nadaba bajo el agua a estribor. Cuando el animal salió para aventar su columna de agua, pasó de la abstracción turquesa al realismo fotográfico. Irvine aceleró el motor. Arriba en el púlpito quité el seguro de mi ballesta. Mate se llevó al hombro el rifle de marcadores, se inclinó por encima del riel y apuntó el largo cañón rojo casi directamente hacia abajo a la ballena que ascendía, y que en ese momento estaba a sólo tres metros bajo el agua. La ballena lanzó un chorro, y el refulgente muro de su flanco asomó en forma de curva pronunciada en la superficie del mar.

Como encargado de las biopsias tenía instrucciones de esperar al estampido del rifle antes de disparar mi ballesta. El liso flanco de la ballena llenó todo mi campo visual; no había manera de que errara. Jalé del gatillo. El perno salió de la ballesta, y en el sitio al que apuntaba apareció un agujero negro, pequeño pero oscuro como tinta. Me llevó un milisegundo entender que yo era el responsable y sentí remordimiento y culpa. ¿Yo hice eso?, pensé, como un niño que rompe un vitral con una pelota de beisbol.

Luego, mi sentido de la proporción volvió. En relación con la vastedad de esta ballena, el agujero que le había hecho era apenas una picadura de mosquito. No había cometido ningún delito; había sido un golpe en nombre de la ciencia. En el púlpito, Mate y yo desenganchamos nuestros arneses y nos dimos la mano.


La ballena azul traza una especie de escritura en la superficie del océano. Están la mancha ovoide que se forma sobre la cabeza justo antes de emerger, la mancha larga y estrecha que deja la espalda cuando se arquea y la mancha circular de las aletas caudales. Están las chisporroteantes fuentes blancas que eleva una ballena azul al soplar antes de tiempo, cuando aún se está deslizando bajo la superficie, una secuencia de borbotones prematuros. Hay ráfagas de burbujas. La primera vez que las vi, apenas adelante del bauprés, a unos cuatro metros de profundidad, cuando de los espiráculos de una ballena brotó une enorme bola de burbujas. Se expandió hacia la superficie, vítrea y reluciente, como una araña de cristal que cayese hacia arriba. “Ráfaga de burbujas”, observó Mate.

Esta ráfaga de burbujas en concreto parecía ser un comentario dirigido a nuestro persistente e irritante botecito, una especie de palabrota en el idioma de las ballenas, quizás. Se elevó sobre la cabeza de la ballena como un globo de caricatura. El mensaje parecía ser @ #&%V!?!

De toda la serie de huellas de la ballena azul, la más colorida era el rastro de la defecación. La primera que vimos fue la de un animal de un año, una ballenita azul de 15 metros de largo. Esta ballena exhaló a 12 metros de distancia y tras de sí el océano se iluminó con una larga estela roja y naranja. Esta veta color ladrillo de kril digerido fue nuestro primer indicio directo de que las ballenas azules se estaban alimentando durante el invierno en el Domo de Costa Rica. Mate se apresuró a encontrar una bolsa de plástico con cierre para recoger una muestra.

En el laboratorio del barco se corroboraron los indicios. En la pantalla de su computadora, Robyn Matteson, estudiante de posgrado de Mate, revisó la ecosonda y las concentraciones de kril que detectó en el domo. Del otro lado de la mesa de laboratorio, frente a sus propias computadoras, Calambokidis y Erin Oleson del Instituto de Oceanografía Scripps estudiaban los perfiles de inmersión por medio de marcas acústicas que habían logrado fijar a varias ballenas. Aquí, en el domo, los dispositivos de registro de profundidad de las marcas mostraban inmersiones de 250 metros y más. La línea vertical que marca cada inmersión, al alcanzarse la máxima profundidad, comenzaba a zigzaguear un patrón característico de las ballenas azules cuando embisten para alimentarse del kril.

Los indicios de parto en el Domo de Costa Rica demostraron ser más elusivos, pero después de muchos días infructuosos, llegaron finalmente a estribor en forma de una madre y su ballenato. El par se movía lentamente y pasaba mucho tiempo en la superficie. La madre nos sorprendió al permitir que el ballenato girara hacia el Pacific Storm. Una ballena madre suele interponerse entre su cría y algún peligro posible, pero esta madre se tomaba las cosas con calma, una especie de progenitora Montessori, y dejaba que su bebé explorara.

John Calambokidis piloteó el Squall para tomar fotografías en la superficie con fines de identificación. Nicklin y el camarógrafo Ernie Kovacs tomaron su equipo y lo acompañaron. Al acercarse a las ballenas, se calzaron las aletas y se deslizaron al agua por la borda. Luego Kovacs, que buscaba al ballenato, se sobresaltó al verlo pasar a unos dos metros debajo de sus aletas. Deslizándose junto a Nicklin, el ballenato giró ligeramente para posar un ojo sobre él. Se asomó a la cubierta de vidrio del housing de la cámara y el obturador de Nicklin le devolvió el guiño.


Tras pasar 21 días en el Domo de Costa Rica, ya no podíamos permanecer ahí y nos dirigimos hacia getting married on halloween and to be another corpse coupleel norte con rumbo a Acapulco.

En el viaje de regreso, ponderamos la misión. Hubo decepciones: hubiésemos deseado marcar a más ballenas para vigilarlas por satélite, ver más ballenatos, experimentar más encuentros submarinos con ballenas azules. Lamentábamos no haber atisbado a la ballena 4 172, el macho blanco. Pero, en general, estábamos satisfechos.

En las tres semanas que pasamos cruzando el domo, logramos hallar tres ballenas marcadas para rastreo por satélite en California y las habíamos seguido hasta Costa Rica. Marcamos tres nuevas ballenas azules para rastreo satelital (pero una de las marcas no transmitió), fijamos marcas acústicas en otras seis e identificamos fotográficamente a unas 70, de las cuales 13 eran de California. La travesía demostró que el domo es visitado por un gran número de ballenas azules. Vimos muchos tríos, los triángulos amorosos de ballenas azules, y fuimos testigos de tempestuosos cortejos, todo lo cual sugiere que el domo es el terreno de apareamiento. Demostramos sin lugar a duda que las ballenas azules se alimentan ahí en el invierno.

Las noticias del domo son buenas.

La mayor criatura de toda la creación ha sido cazada por nuestra especie, el mono pensante, casi hasta su extinción. El número de ballenas azules aún es bajo, pero resultaba difícil no sentirse optimista. En mi litera, con la computadora portátil de Nicklin, observando largamente los retratos digitales del ballenato curioso, pensé que podía leer, en su extraño semblante, una descomunal picardía. Me pareció alentador. Los jóvenes nos dan esperanza.

En el viaje de regreso a casa, hallamos tiempo para la reflexión, y entendí por qué la huella de las aletas de la cola de la ballena azul me hipnotizaba cada vez que la veía en el domo. Esa gran mancha circular es la firma de una especie gigantesca y persistente. Sobresale llamativamente del pergamino. Su persistencia en la superficie del mar, desafiando lo picado de este, es un buen augurio. Al aparecer en el domo, este paraíso invernal sugiere que la ballena azul podría, después de todo, desafiar a la historia.

–¡Aún estoy aquí! –dice la huella de las aletas caudales.

El ahorro de energía comienza en el hogar [Artículos]



Foto de Tyrone Turner


Conocemos la forma más rápida y barata de frenar el cambio climático: usar menos energía. Con poco esfuerzo, y una mínima inversión, podríamos reducir nuestra dieta energética 25 % o más, con beneficios para la Tierra y nuestros bolsillos. Entonces, ¿qué estamos esperando?

Hace poco, mi esposa, PJ, y yo tratamos de ponernos a dieta, pero no para bajar de peso sino como respuesta a nuestras inquietudes sobre el cambio climático. La comunidad científica ha informado que el mundo se calienta más rápido de lo predicho hace unos años, y que las consecuencias podrían ser severas si no reducimos de emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero que atrapan el calor en la atmósfera. Pero ¿qué podemos hacer como individuos? Y con el aumento de emisiones de China, India y otras naciones en desarrollo, ¿harán alguna diferencia nuestros esfuerzos?

Decidimos hacer un experimento. Durante un mes medimos nuestras emisiones personales de dióxido de carbono (CO2) como si contáramos calorías. Queríamos ver cuánto podíamos ahorrar, así que nos pusimos una dieta estricta. En una vivienda promedio de Estados Unidos se producen unos 70 kilogramos diarios de CO2 con actividades comunes, como encender el aire acondicionado o manejar un coche. Esto es más del doble del promedio de las naciones europeas y casi cinco veces el promedio global, principalmente porque los estadounidenses manejan más y tienen casas más grandes. Pero ¿cuánto deberíamos tratar de reducir?

Para encontrar la respuesta consulté a Tim Flannery, autor de La amenaza del cambio 
climático. En su libro, reta a los lectores a que recorten drásticamente sus emisiones personales para evitar que el mundo alcance puntos críticos irreversibles. “Para permanecer por debajo de ese límite, necesitamos reducir en 80 % las emisiones de CO2”, dijo.

“Suena muy alto –dijo PJ–. ¿Lo lograremos?”

También a mí me parecía poco probable. De cualquier forma, el punto era responder una pregunta sencilla: ¿cómo podríamos acercarnos a un estilo de vida manejable para el planeta? Así que accedimos a llegar al 80 % por abajo del promedio en los EUA, lo que equivalía a una dieta diaria de sólo 14 kilogramos de CO2. Después nos dedicamos a buscar algunos vecinos para que se nos unieran.

John y Kyoko Bauer eran los candidatos obvios. Ecologistas dedicados, ya estaban comprometidos con un estilo de vida de bajo impacto. Un solo auto, una televisión, nada de carne salvo pescado. Como padres de unos gemelos de tres años, también les preocupaba el futuro. “Por supuesto, cuenten con nosotros”, dijo John.

Susan y Mitch Freedman, por otro lado, tienen dos hijos adolescentes. Susan dudaba del entusiasmo con que sus hijos recibirían la propuesta de reducir su gasto energético en las vacaciones de verano, pero decidió intentarlo. Mitch, arquitecto, estaba trabajando en un edificio de oficinas diseñado para ser energéticamente eficiente, así que sintió curiosidad por ver cuánto podrían ahorrar en casa. Así que los Freedman también se apuntaron.


Empezamos un domingo en julio, día bastante confortable en Virginia del Norte, donde vivimos. La noche anterior aproveché que había pasado un frente y dejé abiertas las ventanas de nuestra habitación para disfrutar de la brisa. Estábamos tan acostumbrados a tener el aire acondicionado encendido todo el día que casi había olvidado que las ventanas se abrían. Los pájaros nos despertaron a las cinco de la mañana con un agradable escándalo. El sol salió y nuestro experimento comenzó.

Nuestro primer reto fue encontrar la forma de convertir nuestras actividades diarias en kilogramos de CO2. Queríamos llevar un registro de nuestro avance para cambiar los hábitos según fuera necesario.

PJ se ofreció a leer nuestro medidor de electricidad cada mañana y revisar el odómetro de nuestro Mazda Miata. Mientras tanto, yo llevaría el registro del kilometraje de la Honda CR-V y del medidor de gas natural. Apuntamos todos los datos en una gráfica que teníamos en la cocina. Aprendimos que un litro de gasolina agregaba significativos 2.34 kilogramos de CO2 a la atmósfera, una buena parte de nuestro gasto diario permitido. Un kilowatt por hora (kWh) de electricidad en Estados Unidos produce 0.7 kilogramos de CO2. Cada metro cúbico de gas natural emite casi dos.

Para darnos una idea aproximada de nuestra huella de carbono antes de la dieta, reuní las cifras de nuestras cuentas de servicios recientes e ingresé a varios sitios de cálculo en internet. Cada uno pedía información un poco diferente y daba un resultado distinto. Pero ninguno era bueno. El sitio de la Environmental Protection Agency (EPA) calculó que nuestra emisión anual de CO2 era de 24 618 kilogramos, 30 % más alta que la de la familia promedio estadounidense de dos integrantes; la culpable principal era la energía utilizada para calentar y enfriar nuestra casa. Evidentemente, teníamos que ir más lejos de lo que había pensado.

Para la mayoría de las familias del país, el calentador de agua representa 12 % del consumo de energía de la casa. Mi plan era bajar el termostato a 49 °C, como recomiendan los expertos. Pero al verlo de cerca, sólo encontré opciones para “caliente” y “tibio”, no para gradación. Sin saber qué significaba esto exactamente, lo puse en “tibio” y esperé lo mejor (el agua era un poco más fresca de lo deseable y tuve que reajustarlo después).

Cuando PJ se fue en la CR-V a recoger a una amiga a la iglesia, saqué mis herramientas para cortar el césped: cortadora, bordeadora y soplador de hojas eléctricos. Entonces me di cuenta. Todo este equipo nos iba a costar en emisiones de CO2, así que guardé todo en el garaje, me subí al Miata y manejé hacia el Home Depot para comprar una podadora manual.

No tenían lo que buscaba, así que conduje unos kilómetros más, a Lawn & Leisure, que se especializa en podadoras. Tampoco tenían, aunque sí había una gran variedad de tractores de jardín en exhibición. Mi siguiente parada fue un Wal-Mart, donde encontré otro anaquel vacío. Por último intenté en Sears, que tenía una cortadora de césped manual, la de exhibición.

Había visto publicidad que hacía parecer a las cortadoras manuales más recientes como instrumentos precisos, no los torpes aparatos que usaba de adolescente. Pero tras empujarla por el piso de la tienda, me decepcionó. Se sentía tosca comparada con mi modelo eléctrico, que puedo manejar fácilmente con una sola mano. Regresé a casa sin comprar nada.

Cuando me estacionaba, me di cuenta que había estado fuera haciendo el mandado de un tonto. No supe exactamente la magnitud de mi error hasta la mañana siguiente, cuando hicimos cuentas. Había conducido 39 kilómetros en busca de una cortadora de césped más ecológica. PJ había manejado 43 kilómetros para visitar a una amiga en un asilo. Habíamos utilizado 32 kWh de electricidad y casi tres metros cúbicos de gas para cocinar y secar nuestra ropa. El total de nuestras emisiones de CO2 del día: 47.9 kilogramos. Tres y media veces nuestra meta.

“Tenemos que esforzarnos más”, dijo PJ.


Recibimos algo de ayuda de un profesional en la semana dos, el “doctor de casas” Ed Minch, del Energy Services Group de Wilmington, Delaware. Le pedimos que hiciera una auditoría energética de la casa para ver si habíamos omitido algunas soluciones sencillas. Lo primero que hizo fue caminar alrededor de la casa, viendo cómo estaba compuesta la “envoltura”. ¿Habían creado, el arquitecto y el constructor, oportunidades para que el aire se filtrara hacia adentro o afuera? Luego se metió y utilizó un escáner infrarrojo para examinar el interior de las paredes. Un punto caliente o frío podría significar que teníamos un problema de ductos o que el aislamiento de la pared no funcionaba. Por último, sus ayudantes instalaron un poderoso ventilador en la puerta principal para disminuir la presión del aire dentro de la casa y forzar el aire a pasar por las posibles grietas de la estructura. Nuestra casa, según sus instrumentos, tenía 50 % más fugas de las que debía.

Una de las razones, descubrió Minch, fue que nuestro constructor había dejado un estrecho agujero rectangular en nuestros cimientos, bajo el cuarto de lavado, por razones que sólo podíamos suponer. El agujero estaba lleno de hojas del jardín. “Este es su punto principal –dijo–, su ventana abierta”. Sellar ese agujero se convirtió en una prioridad, ya que en Estados Unidos la calefacción representa hasta la mitad de los gastos de energía de una casa, y el aire acondicionado, una décima parte.

Minch también nos dio algunos consejos sobre lámparas y aparatos eléctricos. “Una cocina típica tiene 10 spots de 75 watts encendidos todo el día –dijo–. Es un gasto inmenso”. Remplazarlos con focos fluorescentes podría ahorrar unos 200 dólares por año. Refrigeradores, lavadoras, lavavajillas y otros aparatos pueden representar la mitad de la cuenta de electricidad de una casa. Los que tienen etiquetas de Energy Star de la EPA son más eficientes y pueden adquirirse con facilidades, dijo Minch.

No faltaban consejos sobre cómo recortar nuestras emisiones de CO2, descubrí. Incluso antes de la visita de Minch, yo había recolectado impresos y folletos de sitios ambientales en internet y compañías de servicios. En cierto modo era casi demasiada información.

“No se puede arreglar todo de golpe –dijo John Bauer cuando le pregunté cómo iban él y Kyoko–. Cuando nos hicimos vegetarianos no fue de golpe. Primero dejamos el cordero, luego el cerdo, después la res y finalmente el pollo. Hemos disminuido nuestro consumo de mariscos de algunos años a la fecha. No es distinto con la dieta del carbono”.

Buen consejo, estoy seguro. Pero dondequiera que volteaba, veía cosas que consumían grandes cantidades de energía. Una noche me senté en la cama y, en medio de la oscuridad, conté 10 pequeñas lucecitas: el cargador del teléfono celular, una calculadora, la laptop, una impresora, el despertador, el receptor de televisión por cable, el cargador de batería de la cámara, el detector de monóxido de carbono, la base del teléfono inalámbrico, el detector de humo. ¿Qué hacían tantas cosas?

Un estudio del Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley encontró que la energía “vampiro” que gastaban los aparatos electrónicos conectados pero apagados podía sumar hasta 8 % de la cuenta de electricidad de una casa.

¿Qué más faltaba?

“Te puedes volver loco pensando en todo lo que usa electricidad en tu casa –dijo Jennifer Thorne Amann, autora de Consumer Guide to Home Energy Savings, quien había accedido a ser la guía de nuestro grupo–. Tienes que utilizar el sentido común y priorizar. No agobiarte demagetting married on halloween and to be another corpse couplesiado. Piensa qué cosas podrás continuar cuando el experimento termine. Si es difícil alcanzar la meta en un área, recuerda que siempre hay algo más que puedes hacer”.


Ese fin de semana asistimos a la boda de mi sobrina, Alyssa, en Oregon. Mientras estuvimos fuera, la persona que cuidó la casa y a nuestros perros continuó leyendo nuestros medidores de gas y electricidad, y nosotros registramos el kilometraje de los automóviles que rentamos para ir de Portland a la costa del Pacífico. Sabía que este viaje no nos iba a ayudar en nuestra dieta de carbono. Pero ¿qué era más importante, después de todo, reducir las emisiones de CO2 o compartir una celebración familiar?

Esa es la cuestión. ¿Qué tan importantes son los esfuerzos personales para reducir emisiones? ¿Nuestras actividades se suman hasta convertirse en algo significativo o sólo lo hacemos para sentirnos mejor? Seguía sin estar seguro. En cuanto regresamos a casa en Virginia, empecé a hacer más cálculos.

Me enteré de que Estados Unidos produce una quinta parte de las emisiones de CO2 del planeta: unos 6 000 millones de toneladas al año. Esta cifra podría aumentar a 7 000 millones en 2030, a la par del crecimiento demográfico y económico. La mayor parte de este CO2 proviene de la energía consumida por edificios, vehículos e industrias. ¿Cuánto CO2 se podría evitar, empecé a preguntarme, si todo el país se pusiera a dieta de carbono?

Los edificios, no los autos, son los mayores productores de CO2 en Estados Unidos. Las casas, los centros comerciales, las bodegas y las oficinas representan 38 % de las emisiones de la nación, principalmente por el uso de electricidad. No ayuda que la nueva casa promedio en el país es 45 % más grande que lo que era hace 30 años.

Compañías como Wal-Mart, que mantienen miles de sus proprunning through corn mazes lost and scared on halloweenios edificios, han descubierto que pueden alcanzar importantes ahorros energéticos. Un Supercentro piloto en Las Vegas consume hasta 45 % menos energía que tiendas similares, en parte por el uso de unidades de enfriamiento por evaporación, pisos radiantes, refrigeración de alta eficiencia y luz natural en las áreas de compras. La modernización y el diseño inteligente también podrían reducir las emisiones de los edificios de este país en 200 millones de toneladas de CO2 al año, de acuerdo con investigadores del Laboratorio Nacional de Oak Ridge. Pero los estadounidenses no alcanzarían estas metas, dicen, sin nuevos códigos para la construcción, estándares para los electrodomésticos e incentivos financieros. Hay demasiadas razones para no hacerlo.

Los dueños de los edificios comerciales, por ejemplo, han tenido pocos incentivos para pagar más por las mejoras, como las ventanas de alta eficiencia, iluminación, calefacción o sistemas de enfriamiento, ya que los inquilinos son quienes pagan las cuentas de energía, no ellos, dijo Harvey Sachs, del American Council for an Energy-Efficient Economy. Para los dueños de casas, la eficiencia es menos importante cuando hay poco dinero. En una encuesta realizada en 2007, 60 % de los estadounidenses dijo que no tenía suficientes ahorros para pagar renovaciones relacionadas con la energía. Si se les diera un bono adicional de 10 000 dólares para que lo hicieran, sólo 24 % de los encuestados lo invertiría en la eficiencia. ¿Qué quería el resto? Cocinas con acabados de granito.

Después de los edificios, el transporte es la mayor fuente de CO2 al producir 34 % de las emisiones de la nación. Los fabricantes de automóviles han recibido instrucciones del congreso para elevar en 40 % los estándares de gasto de combustible para 2020. Pero las emisiones seguirán creciendo, ya que aumenta la cantidad de kilómetros que se conducen en este país. Una de las razones principales: los desarrolladores inmobiliarios siguen construyendo lejos de las ciudades y hacen inevitable que las familias pasen horas en sus autos. Un estudio de la EPA estimó que las emisiones de gas invernadero de vehículos podrían aumentar 80 % en los siguientes 50 años. Sólo se lograrían disminuir las emisiones si fuese más sencillo para los estadounidenses optar por el autobús, el metro y la bicicleta en vez del auto, dicen los expertos.

El sector industrial representa la tercera mayor fuente de CO2. Las refinerías, las plantas de papel y otras fábricas emiten 28 % del total de la nación. Se podría pensar que estas empresas habrían eliminado las ineficiencias hace mucho, pero no siempre es el caso. Para las compañías que compiten en los mercados globales la prioridad es hacer el mejor producto al mejor precio. La reducción de gases de efecto invernadero es menos urgente. Algunas ni siquiera tienen registro de sus emisiones de CO2.

Varias corporaciones, como Dow, DuPont y 3M, han mostrado cuán lucrativa es la eficiencia. Desde 1995, Dow ha ahorrado 7 000 millones de dólares al reducir la intensidad de su energía –la cantidad de energía consumida por kilogramos de producto– y durante las últimas décadas ha recortado 20 % de sus emisiones de CO2. Para mostrar a otras compañías cómo hacerlo, el Departamento de Energía (DOE) ha enviado equipos de expertos a unas 700 fábricas al año, para analizar el equipo y sus técnicas. Pero el cambio no es sencillo. Los administradores no están dispuestos a invertir en la eficiencia a menos que les represente una ganancia importante en un plazo corto. Incluso cuando los consejos de los expertos no implican costos, como “apagar los ventiladores de las habitaciones que no están ocupadas”, menos de la mitad de estas soluciones se realizan. Una razón es la inercia. “Muchos cambios no ocurren hasta que el jefe de mantenimiento, que sabe cómo mantener el viejo equipo funcionando, se muere o se retira”, dice Peggy Podolak, analista de energía industrial de DOE.

Pero el cambio llegará de cualquier manera. La mayoría de los líderes empresariales esperan una regulación de emisiones de CO2 del gobierno federal. En Nueva York y otros nueve estados del noreste de los Estados Unidos se ha acordado tener un sistema de topes similar al iniciado en Europa en 2005. Con este plan, lanzado el año pasado, las emisiones de las grandes plantas energéticas se reducirán a lo largo del tiempo, conforme cada planta baje sus emisiones o compre créditos de otras compañías y reduzca las suyas. Un esquema similar se ha lanzado en California y otros seis estados del oeste de Estados Unidos, así como en cuatro provincias de Canadá.

¿Y qué reflejan todas estas cifras? ¿Cuánto CO2 se podría ahorrar si toda la nación estuviera en una dieta baja de carbono? Un estudio de McKinsey & Company, empresa de consultoría en administración, calculó que Estados Unidos podría evitar la emisión de 1 300 millones de toneladas de CO2 al año utilizando las tecnologías existentes, que se pagarían a sí mismas con los gastos ahorrados. En lugar de crecer en más de 1 000 millones de toneladas para 2020, las emisiones anuales del país disminuirían unos 200 millones de toneladas al año. En otras palabras, si quisiéramos hacerlo, ya sabemos cómo detener las emisiones de CO2.


Para la última semana de julio, PJ y yo finalmente nos ajustábamos al estilo de vida de bajo carbón. Caminábamos a la piscina de la zona en lugar de manejar, los sábados por la mañana íbamos en bicicleta al mercado local y nos quedábamos en la terraza hasta el anochecer, platicando con el canto de los grillos como fondo. Si era posible, trabajaba en casa, y tomaba el autobús y el metro cuando debía ir a la oficina. Incluso cuando el clima estaba húmedo y caliente, como suele serlo en Virginia en julio, nunca estuvimos realmente incómodos, gracias en parte al ventilador que instalamos en nuestra recámara a finales de junio.

“Ese ventilador es mi nuevo mejor amigo”, dijo PJ.

Las cifras se veían bastante bien cuando cruzamos la meta el primero de agosto. Comparado con julio anterior, redujimos el uso de electricidad en 70 %; del gas natural, en 40 %, y condujimos nuestro auto la mitad del promedio nacional.

Estos resultados son alentadores, pensé, hasta que incluí las emisiones de nuestro viaje a Oregon. No esperaba que un avión moderno lleno de pasajeros emitiera tanto CO2 por persona como lo que hubiéramos producido PJ y yo viajando hasta Oregon en auto. El viaje redondo agregó el equivalente a 1 135 kilogramos de CO2 a nuestro total, más del doble de nuestro promedio diario: de 32 kilogramos de CO2 a 68; cinco veces nuestra meta. Demasiado para un viaje en avión.

En comparación, los Bauer tuvieron mejores resultados, aunque también se enfrentaron a algunos retos. Como su casa es toda eléctrica, Kyoko Bauer había tratado de reducir el uso de su secadora de ropa colgando la ropa afuera, como hacían ella y John cuando vivían en el árido oeste de Australia. Pero con sus niños de tres años, Etienne y Ajanta, llenaban la lavadora unas 14 veces a la semana y la ropa tardaba todo el día en secarse en el aire húmedo de Virginia. “No fue tan conveniente como pensaba –dijo–. Tuve que regresar corriendo un par de veces porque había empezado a llover”. Finalmente su gasto fue de 44.2 kilogramos de CO2 al día.

Para los Freedman, el uso del automóvil resultó ser el mayor problema. Tienen cuatro coches y todos los miembros de la familia asisten a alguna actividad cada día –incluso Ben y Courtney–, por lo que sumaron 7 300 kilómetros al mes. “No sé cómo podríamos haber manejado menos –dijo Susan–. Todos íbamos en direcciones diferentes y no había otra forma de llegar”. Su resultado final: 112.5 kilogramos de CO2 al día.

Cuando recibimos nuestra cuenta de energía eléctrica de julio, PJ y yo vimos que nuestros esfuerzos nos habían ahorrado 190 dólares. Decidimos utilizar una parte de este dinero para compensar las emisiones del vuelo en avión. Tras un poco de investigación, decidimos aportar 50 dólares a Native Energy, una de las muchas compañías sin fines de lucro que compensan nuestras emisiones de CO2 mediante la inversión en granjas eólicas, plantas solares y otros proyectos de energía renovable. Nuestra aportación fue suficiente para contrarrestar una tonelada de emisiones de jet, un poco más de lo que habíamos sumado con nuestro viaje.

Podemos hacer más, claro.

“Si reúnes suficientes personas para hacer cosas en varias comunidades, se puede tener un gran impacto”, dijo David Gershon, autor de Low Carbon Diet: A 30-Day Program to Lose 5 000 Pounds. “Cuando la gente tiene éxito, piensa: quiero hacer más. Voy a buscar que haya mejor transporte público, carriles especiales para bicicletas, lo que sea”.


¿habrá una diferencia? Esto es lo que realmente queríamos saber. Nuestra dieta de carbono nos había mostrado que con poco esfuerzo y escasa inversión podíamos recortar nuestras emisiones diarias de CO2 a la mitad. Principalmente desperdiciando menos energía en casa y en la carretera. Esfuerzos similares en edificios de oficinas, centros comerciales y fábricas a lo largo del país, combinados con incentivos y estándares de eficiencia, podrían detener los aumentos en las emisiones de EUA.

Aunque no será suficiente. El mundo aún sufrirá severos trastornos a menos que la humanidad reduzca las emisiones de forma drástica, y han aumentado 30 % desde 1990. Se prevé que 80 % de la nueva demanda energética en la siguiente década provendrá de China, India y otras naciones en desarrollo. China está construyendo el equivalente a dos plantas de carbón de tamaño mediano a la semana, y para 2007 sus emisiones de CO2 sobrepasaban las de Estados Unidos. Frenar las emisiones globales será más difícil que detener las de EUA, porque las ethe tradition of wearing costumes on halloweenconomías de las naciones en desarrollo crecen más rápido. Pero empieza de la misma manera: enfocándose en un mejor aislamiento en casas, iluminación más eficiente en oficinas, mejor rendimiento de gasolinas en automóviles y procesos más inteligentes en industrias. Existe potencial, como McKinsey informó el año pasado, para reducir el crecimiento de las emisiones globales a la mitad.

La eficiencia, no obstante, sólo puede llevarnos hasta cierto punto. Para alcanzar mayores reducciones, como sugiere Tim Flannery –80 % para 2050 (o incluso 100 %, como propone ahora)–, debemos remplazar más rápido los combustibles fósiles con energía renovable de las granjas eólicas, plantas solares, instalaciones geotérmicas y biocombustibles. Debemos frenar la deforestación, una de las fuentes adicionales de producción de gases de efecto invernadero. Y debemos desarrollar tecnologías para capturar y enterrar el dióxido de carbono de las plantas de energía existentes. La eficiencia nos puede tomar algo de tiempo, quizás unas dos décadas, para encontrar una manera de remover el carbón de la dieta del mundo.

El resto del mundo no está esperando a que Estados Unidos les muestre el camino. Suecia es pionera en las casas de cero carbono, Alemania en energía solar accesible, Japón en los automóviles de uso eficiente de combustible y los Países Bajos tienen ciudades prósperas llenas de bicicletas. ¿Los estadounidenses tienen la voluntad de unirse a estos esfuerzos?

Quizás, dice R. James Woolsey, ex director de la CIA, quien cree que se está formando una alianza poderosa, aunque parezca inverosímil, en torno a la eficiencia energética. “Algunas personas están a favor de esto porque quieren ganar dinero, otras porque les preocupa el terrorismo o el calentamiento global, y unas más porque creen que es su deber religioso –dijo–. Pero todo está llegando al mismo punto y los políticos empiezan a darse cuenta. Lo llamo una coalición entre los ecologistas, ascéticos, granjeros, conservadores frugales, evangélicos, accionistas de las empresas de servicios, familias con automóvil y Willie Nelson”.

Este movimiento empieza en casa con el cambio de una bombilla, la apertura de una ventana, una caminata a la parada del autobús o un viaje en bicicleta a la oficina de correos. PJ y yo lo hicimos sólo un mes, pero puedo ver cómo la dieta de carbono podría convertirse en un hábito.

“¿Qué podemos perder?”, preguntó PJ.

Academic Freedom "at Risk?"

An article in today’s Inside Higher Education, “Speech Restriction Draw Fire,” details a plan at Northeastern Illinois University to requireget your pets dressed up on halloween protesters to submit copies of fliers and signs to administrators two weeks before they can be displayed on campus (http://www.insidehighered.com/news/2008/12/23/speech). Back in September we learned that the University of Illinois has sent an email to all employees (including faculty) that forbade displaying bumper stickers or political buttons on campus unless they were non-partisan (http://www.insidehighered.com/news/2008/09/24/buttons). A few weeks later the University of Austin was forced to rescind an order that no posters be displayed in students’ dorm windows, including campaign posters, after both Obama and McCain supporters with the help of the ACLU challenged the rule. All of this comes on the heels of David Horowitz’s continuing Academic Bill of Rights campaign to protect students from “liberal” and “radical” professors who are attacking our students with their sinister ideas.

These are just a few recent examples of attempts to undermine the academic freedom that we have fought so hard for over the years. We could add the various tenure decisions that have been questioned, the professors who have been reprimanded or fired for having unpopular or controversial ideas, the famous UCLA Dirty Thirty list, and countless other examples of schools that have fallen prey to the right-wing plan to clean our schools of “subversive,” read divergent or counterhegemonic, ideas.

When did ideas become so dangerous? This has certainly always been the case to those in power. From our earliest days, the control of information stands at the forefront of the war to control what we see, hear and think. As a World Bank draft report (2003) argued, “unions, especially teachers union, are one of the greatest threats to global prosperity.” This is the new conventional wisdom – teachers and, of course, teachers unions, undermine the central tenants of neoliberalism by getting people to, gulp, think about the world order and its logic and fairness. The progenitors of official knowledge want to delimit the available voices in the public sphere and continuously attack the last bastion of free thought and serious inquiry.

Faculty have generally challenged this call for censorship, as well as the false call for objectivity and neutrality. The minor successes of David Horowitz’s Academic Bill of Rights, however, show the ways in which colleges and universities have increasingly embraced the idea that knowledge is implicitly dangerous and that we must protect students from radical teachers and their attempts to proselytize students. The situation in k-12 public schools is of course more tenuous, as calls for neutrality and politics-free curriculum seem to increasingly be the rule. From NCLB, Adoption Plans and scripted curriculum to positivism’s stronghold on educational research, we move closer and closer to the notion that education and knowledge are purely instrumental – a means toward the end of training, profits and a compliant, complacent workforce.

An interesting recent article from the New York Times, however, suggests that the power of professors to change their students’ minds is quite limited: http://www.nytimes.com/2008/11/03/books/03infl.html?_r=1&ei=5070&emc=eta1&pagewanted=print. The article cites three recent studies that find that professors have virtually no influence on the political ideas of their students. Parents, family and, to a lesser extent friends, are the major influence on politics ideas – particularly among the young. While schools once caused many students to rethink their ideas, this appears to be the case less and less (while many of my own student’s claim I awaken them to new ideas, and some do seem to really question their preconceived notions, few actually seem to change their general views on race, class, power, language, etc.) Why? I would argue that it has a lot to do wthe tradition of wearing costumes on halloweenith the stifling of real debate, the positivistic meme that has overtaken American scholarship and the popular idea that knowledge can even be neutral or apolitical.

Decades of challenges to this idea from history, anthropology, linguistics and political and social theory in general have appeared to go largely unheeded (at least outside the Ivory Tower). In top amazing halloween dog costumes in 2008my view, people tend to relate knowledge to their own experiences and the ideas that surround them throughout civil society. Schools are one of the few places where these questions are asked in a serious, critical manner (directive learning). And yet these spaces have been attacked so effectively in recent years that one wonders if the closing of the American mind is in fact inuring.

I believe our first responsibility as teachers, professors and educators at all levels is to open our student’s minds to the richness of knowledge and ideas. We must challenge our students to question not only conventional wisdom but their own deeply held beliefs – no matter where they fall on the political spectrum. This does not mean proselytizing them or making them think like us, it means giving them the tools to critically reflect on their own experiences and their relationship to the broader social, economic and political worlds in which they reside. If schools fail to provide this most basic aspect of learning, they do a disservice not only to students but society at large. As Dewey, Jefferson and Freire among countless others have argued, democracy depends on an educated, informed populace, with the freedom to explore divergent perspectives. I think we as professors should take this as a central charge and attack all efforts to undermine our freedom to explore knowledge in all its richness and diversity. This includes attacking the popular notion that knowledge is implicitly dangerous and that we must protect students from it.

-- Richard Van Heertum

SND All-Vegetarian, Starving-Artist Special!

***Due to an extended Day of The Locusts that SND has been experiencing, we have been holding this post back. Karl's computer had to go to the hospital and it returned without any of the brilliant pictures that were taken for the last 2 dinners. So, after waiting and hoping, I am now giving up and letting the post go without pics. Enjoy Zora's fabulous and entertaining prose, and use your imagination. TR***

Hard as it might be to believe, Tamara and I occasionally take others’ needs and requests into consideration when planning dinner. This time we even went so far as to put together a totally vegetarian meal. (The same person doing the requesting also suggested it be a teetotalers’ meal as well, but that we truly cannot hack.)

This was the invitation:

Hey Hungry Kiddies!

Zora here. I've been go so long, you probably thought I ran off and joined that messianic cult in New Mexico. Or, judging from the theme of the coming dinner, an ashram.
Nope—I'm not a virgin (I can't believe it feels weird to type that—Dad, don't read this!), so they wouldn't take me at Strong City, and yoga still makes me cranky. But I am taking a wee break from updating my 856th guidebook and doing a little cooking to get back to my roots.
Nope—I'm not Indian, either. It's just that I taught myself to cook by reading Indian recipes in grad school, so these feel like my culinary roots. I'll probably realize what a horrible fraud I am when I finally get around to going to India, but I did once have an Indian roommate who did not object to my cooking, so I think you'll like it too.
Anyway, I can't tell you exactly what I'm going to cook because I don't have my enormous Indian veggie bible with me (T. and I are still in Mexico), but it will probably involve some chickpea-and-coconut business, some homemade paneer, the lovely "Lake Palace" eggplant (all soft and wonderful with fennel seeds), and about 40 other dishes, many involving generous lashings of ghee. Not too much of it will be spicy, and none of it will have meat.
But if you generally eat meat (like I do), you're of course still welcome to come. I've only ever had one person protest an all-veggie dinner like this, and he was from Egypt, where a big hunk of meat still shows someone you love them. But believe me when I say a meatless dinner is not a sign that I love you less.

Location TBD. We'll let you know in the confirmation email, but don't expect that till Tuesday, when we're both back from the sunny Riviera Maya. (Less than 36 hours left, and I've so far avoided a sunburn or a hangover. I guess I'm a grownup now.)
RSVP now for some veggie lovin'!
Saturday, May 17
7pm onward
In love and garlic ('cause we're no Jains!)--

Z & T


When I got back home and started trying to plan the menu, though, I had a really hard time: I was basically starving for everything in my cookbooks, but there were so many factors to be juggled, to make sure I didn’t wind up with eight coconut dishes, or a whole plate full of bright-yellow food.

In the end, I went with the following, a mix of dishes from my basic Madhur Jaffrey book and my ginormous book titled simply Vegetarian Indian Cooking:

*Spicy nuts, cool cucumber wedges sprinkled with cayenne and lime, parathas and coconut-cilantro chutney as snacks
*Paneer with peas and mint
*Chickpeas with potatoes and coconut—a starch bomb, but worth it, based on previous experience; writing about it today, I wonder why I didn’t just leave out the potatoes
*Lake Palace eggplant—a crazy delicious dish from Madhur Jaffrey, lovely and soft-tasting with fennel seeds, and probably my all-time favorite Indian dish
*Butternut squash puree with coconut—except I opted for hazelnuts instead of coconut, so as not to duplicate the chickpea dish
*Whole cauliflowers with spicy tomato gravy—I picked this because I thought they would look hilarious on platters, a brainy treat for vegetarian zombies!
*Walnut-coriander raita
*Gujerati-style carrot salad—uh, don’t substitute ghee for veg oil in the recipe, because it congeals and looks unappealing; also, pay attention when you put the Cuiz attachment in, so you don’t wind up slicing your carrots rather than grating them
*Half-assed rice—I’m sure I had some better recipe picked at one point, but this is what I had to go for in the end

The night before, I melted down a bunch of butter for ghee. When people ask me what ghee is, I tell them it’s simply butter concentrate. You let butter simmer for an hour or so, until all the solids have settled out on the bottom of the pan—a lot longer than if you’re just clarifying butter in the resto-Frenchie way. (Oooh, typing this reminds me that I still have a little Tupperware full of the toasty milk solids…yum.) The remaining clear stuff is like the silkiest, most pure butter flavor you can imagine.

I also made a bunch of paneer. People at dinner were agog that I’d made my own cheese, but, people, trust me, it’s just not that impressive. You boil the milk, you stir in the lemon juice, you stir a teeny bit, and then you drain it all into a handkerchief and let it drain. Next thing you know—or, in this case, after you stagger home from a party that same night, and dimly remember you left the cheese hanging in the sink—you have a super-firm ball of pure protein goodness. If it’s drunk-top amazing halloween dog costumes in 2008proof, it’s definitely easy.

Speaking of that staggering home from a party… The day-of cooking did not start off so well. Working on about five hours’ sleep and a colossal hangover, I tried to get organized. While I was cleaning the kitchen, Tamara called to say she had a freakish rash and her hands were so swollen she wasn’t sure she’d be able to make dessert (orange-rosewater beignets, she’d decided). She also had taken a Benadryl and was sounding more than a little stoned. I was just relievedget your pets dressed up on halloween she could make it at all, because I was starting to get The Fear.

So, a fine pair we made: I was suffering the death of half my brain cells, and Tamara was both totally high and totally inexperienced in cooking Indian food. We stood in the kitchen for hours, it felt like, squinting at the menus I’d taped to the cabinets.

After a bit of muddling around, and chatting with my houseguest, Tamara decided her Benadryl had subsided enough that she could move over to wine. She busted out one of my fave rosés, a sparkly thing by Gruet (from New Mexico—rah!), and I spent a little time sipping it and staring at the bubbles trailing up from the bottom of the glass. I can’t say the hair of the dog worked wonders, but after that I did feel like I could concentrate better.

Unfortunately, it was already 5pm—two hours away from guests arriving, and only one dish out of six squillion had been set to simmering.

But the kitchen was fragrant, at least. And it got more so once we started frying up the bases for more dishes. The core of most Indian food is that first you fry whole spices in hot oil—very quickly, so they don’t burn.

Into the whole spices you add a paste of most of the wet ingredients, and cook that down. Depending on the dish, that paste will be ginger and onion, or ginger and garlic, or all those things and a lot of green chili. The key to getting a good, rich flavor in the food is frying down that paste so that all the moisture evaporates—you know you’ve hit the sweet spot when the ghee starts to ooze in little pools, and you hear a sputtering noise.

After getting hit in the face with hot, popping mustard seeds and spattered with lava-temp ginger paste, Tamara decided to focus on frying up the little cubes of potato for the chickpea dish—she felt like she was back in her element, technique-wise.

***Here is where the photos would be, if they had come back from the computer hospital when karl's computer came back. Is now the time to point out that Karl is the very proud owner of a superior MAC? Perhaps not.

When we were on the second-to-last dish, Tamara suggested we get the rice going. By this time I’d misplaced my wineglass, and that hair of the dog was totally worn off. I couldn’t deal with the idea of rice math (why do I never remember how much dry rice feeds a crowd of 20? For the record, it’s way less than five cups) or whether I wanted to do it pilaf-style, or where I’d rinse the rice. In a tactical error, I barked, “Later.”

Later, we stood around, watching the clock, waiting for the rice cookers to click off, waiting for our guests to mutiny. They didn’t sound too anxious, but I knew the cucumber spears were long gone, and everyone had eaten as many hot nuts as they could handle. It was 9pm. I was having flashbacks to the first-ever Roving Gastronome dinner in 2001, which was served at least three hours late and involved everyone getting impossibly wasted while they waited.

But then the rice was done, and the parade of dishes was on. People were digging in ravenously. Everyone grooved on the eggplant as much as I do (except Karl, who gets a scratchy throat).

Later, Tamara did manage to pull together dessert, though Katie provided the fine motor skills, shaping the little balls of rosewater-y pate a choux and frying them up to ethereal deliciousness, rolled in almond flour and cinnamon.

Our guests toddled off happy. I flopped on the couch and my music-savvy houseguest and I listened to the last two songs in the five-hour playlist he’d put together. (Stroke of genius, delegating that job, I gotta say.)

Two crucial lessons came out of this party:

1) If you don’t put your hands on the ingredients the day you’re using them, they don’t exist. Real credit for this lesson goes to Chef Rory Dunaway of the Ritz-Carlton Cancun, where Tamara and I had both taken cooking classes the week before. Chef Rory only shared that bit of wisdom in Tamara’s section, so I blithely assumed I had an assload of carrots in my bottom refrigerator drawer, just like I’d seen the week before. No, in fact. I had about six carrots, and then when they got sliced instead of shredded, they produced the weensiest carrot salad ever. Come to think of it, Tamara, hater of all orange foods, probably sabotaged that dish.

2) If you want men to come to your party, serve mhomemade cow halloween costumeseat. The slightly skewed gender demographics of New York City were off the charts that night, as we had only three male guests out of 21. Awk-ward. Perhaps the next SND will be devoted to raw pork chops, or kill-your-own lamb, or something equally primeval and testosterone-friendly. Probably also hangover-friendly.

Live and learn, kids—live and learn.

Tocando fondo: el auge del petróleo canadiense [Artículos]



Foto de Peter Essick


La explotación de las arenas bituminosas de Alberta, alguna vez considerada muy costosa y dañina para la tierra, es hoy una apuesta millonaria.


Un día de 1963, cuando Jim Boucher tenía siete años, trabajaba en las trampas de caza con su abuelo, a unos kilómetros al sur de la reserva de naciones originarias Fort McKay, en el río Athabasca del norte de Alberta. Es parte del bosque boreal que se extiende a lo largo de Canadá, cubriendo más de un tercio del país. En 1963, ese bosque seguía casi intacto. El gobierno aún no construía un camino de grava hacia Fort McKay; se llegaba en bote o en trineo durante el invierno. Los indios chipewyan y cree de la zona –Boucher es un chipewyan– estaban en su mayoría apartados del mundo exterior. Cazaban alce y bisonte para comer; pescaban lucioperca y pescado blanco en el Athabasca; recolectaban moras y arándanos. Para obtener ganancias, capturaban castores y visones. Fort McKay era un pequeño centro de comercio de pieles. No tenía gas, electricidad, teléfono ni agua corriente. No llegaron hasta los setenta y ochenta.


Sin embargo, según recuerda Boucher, el cambio comenzó ese día de 1963, en la larga ruta que su abuelo usaba para poner sus trampas, cerca de un lugar llamado Lago Mildred. Por generaciones, sus ancestros habían trabajado esa ruta. “Estos senderos han estado aquí por miles de años”, dijo Boucher un día en el verano pasado, sentado en su amplia y bonita oficina en Fort McKay. Su palo de golf recargado en una esquina; Mozart tocando suave en el estéreo. “Y ese día, de repente, salimos a un claro. Un enorme claro. Sin previo aviso. En los setenta llegaron y tiraron la cabaña de mi abuelo, sin avisos ni deliberaciones”. Ese fue el primer encuentro de Boucher con la industria petrolera que, a una velocidad sorprendente, ha transformado por completo esta parte del noreste de Alberta en unos cuantos años. Ahora Boucher se encuentra rodeado por ella y él mismo está inmerso.


Donde alguna vez estuvieron la ruta de trampas, la cabaña y el bosque ahora hay una mina a cielo abierto. Aquí Syncrude, el productor de petróleo más grande de Canadá, saca arena bituminosa del suelo con palas eléctricas de cinco pisos de alto, luego separa el betún de la arena con agua caliente y a veces con sosa caústica. Junto a la mina, arden las hogueras de una unidad de procesamiento que quiebra el betún alquitranado y lo convierte en Syncrude Sweet Blend, crudo sintético que viaja por un oleoducto a las refinerías en Edmonton, Alberta; Ontario y Estados Unidos. El Lago Mildred, por su parte, se ha empequeñecido frente a su vecino, el Mildred Lake Settling Basin, lago de 10 kilómetros cuadrados de residuos tóxicos de la mina. El dique de arena que lo contiene es por volumen una de las presas más grandes del mundo.


Syncrude tampoco está solo. En un radio de 35 kilómetros a la redonda de la oficina de Boucher hay seis minas que producen casi tres cuartos de millón de barriles de petróleo crudo sintético al día; y hay más en el oleoducto. En donde las capas de betún están muy profundas para sacarse de un pozo abierto, la industria las derrite in situ con enormes cantidades de vapor, para que puedan ser bombeadas a la superficie. La industria ha gastado más de 50 000 millones en construcción durante la última década, entre los cuales alrededor de 20 000 millones se usaron en 2008. Antes del colapso de los precios del petróleo en el otoño pasado, se estimaban otros 100 000 millones en los años siguientes y duplicar la producción para el 2015. La mayoría de ese petróleo viajaría por los nuevos oleoductos hasta Estados Unidos. Muchos proyectos de expansión se suspendieron, pero los prospectos a largo plazo para las arenas no han disminuido. A mediados de noviembre, la Agencia Internacional de la Energía hizo público un reporte que estimaba unos 120 dólares por barril de petróleo para el 2030, un precio que justificaría el esfuerzo que implica sacarlo de las arenas.


En ningún lugar en la Tierra se está moviendo más la tierra que en el valle de Athabasca. Para extraer cada barril de petróleo de una mina a cielo abierto, la industria primero debe talar el bosque, luego retirar un promedio de dos toneladas de turba y tierra que yacen sobre la capa de las arenas y dos toneladas más de la propia arena. Debe calentar muchos barriles de agua para separar el betún de la arena y mejorarla, y después desechar agua contaminada en estanques de residuos como el que está cerca del Lago Mildred. Ahora cubren alrededor de 130 kilómetros cuadrados. El pasado abril, unos 500 patos migratorios confundieron uno de esos estanques, en una nueva mina de Syncrude al norte de Fort McKay, con una escala hospitalaria, por lo que aterrizaron en su aceitosa superficie y murieron. Rascar y cocinar un barril de crudo de las arenas bituminosas emite tres veces más dióxido de carbono que dejar que uno brote del suelo en Arabia Saudí. Las arenas de petróleo aún son una pequeña parte del problema mundial –son responsables de menos de un décimo de 1 % de las emisiones globales de CO2– pero para muchos ambientalistas son la punta del iceberg, el primer paso de un camino que podría llevar a fuentes de petróleo aún más sucias: producirlo a partir de esquisto o carbón. “Las arenas bituminosas representan un punto de decisión para Norteamérica y el mundo –dice Simon Dyer del Pembina Institute, grupo ambiental canadiense moderado y muy respetado–. ¿Vamos a tomar con seriedad la energía alternativa o tomaremos la ruta del petróleo no convencional? El hecho de que estemos dispuestos a mover cuatro toneladas de tierra por un solo barril es prueba de que realmente el mundo se está quedando sin petróleo fácil”.


Durante mucho tiempo esta nación originaria intentó luchar en contra de la industria petrolera, con poco éxito. Ahora, dijo Boucher, “estamos tratando de desarrollar la capacidad de la comunidad para tomar ventaja de esta oportunidad”. Boucher no sólo preside esta nación originaria, como jefe, también dirige el Fort McKay Group of Companies, negocio propiedad de la comunidad que provee servicios a la industria de las arenas bituminosas y que obtuvo 85 millones en 2007. El desempleo es menor a 5 % en el pueblo y este tiene una clínica, un centro para la juventud y 100 casas nuevas de tres recámaras que la comunidad le renta a sus miembros por un costo mucho menor al precio del mercado. La First Nation incluso está considerando abrir su propia mina: posee 3 300 hectáreas de arenas bituminosas de primera calidad a lo largo del río, justo al lado de la mina de Syncrude donde murieron los patos.


Mientras Boucher me decía todo esto, seleccionaba trozos de carne de un pescado blanco ahumado sobre su mesa de conferencias, junto a un conjunto de ventanas que ofrecían una vista panorámica del río. Un empleado le había entregado el pescado en una bolsa de plástico, pero Boucher no sabía de dónde venía. “Te puedo decir una cosa –dijo–. No viene del Athabasca”.


Sin el río, no habría industria petrolera. Es el río el que por decenas de millones de años ha erosionado miles de millones de metros cúbicos del sedimento que alguna vez cubrió el betún, poniéndolo así al alcance de las palas –y en algunos lugares hasta la superficie–. En un día cálido de verano, junto al Athabasca, cerca de Fort McKay por ejemplo, el betún rezuma del banco del río arrojando un brillo aceitoso sobre el agua. Viejos comerciantes de pieles reportaron haberlo visto y haber observado cómo los nativos lo usan para impermeabilizar sus canoas.

A temperatura ambiente, el betún es como melaza, y debajo de los 10° C o algo así es tan duro como un disco de hockey, como invariablemente dicen los canadienses. Pero hubo un tiempo en que era crudo ligero, el mismo líquido que las compañías petroleras han estado sacando de los pozos profundos del sur de Alberta por casi un siglo. Según creen los geólogos, hace decenas de millones de años un enorme volumen de ese petróleo fue arrastrado hacia el noreste, quizás cerca de las faldas de las Montañas Rocallosas. En el proceso, también migró hacia el norte, junto a las capas de sedimento inclinadas, hasta que eventualmente alcanzó profundidades superficiales lo bastante frías como para que prosperaran bacterias. Esas bacterias degradaron el petróleo en betún.


El gobierno de Alberta calcula que los tres principales depósitos de arena bituminosa de la provincia, de los cuales el mayor es el de Athabasca, contienen hoy en día 173 000 millones de barriles de petróleo económicamente recuperables. “Eso, en la escena mundial, es gigantesco”, dice Rick George, director ejecutivo de Suncor, que abrió la primera mina en el río Athabasca en 1967. En 2003, cuando el Oil & Gas Journal añadió las arenas bituminosas de Alberta a su lista de reservas comprobadas, Canadá alcanzó de inmediato el segundo lugar, después de Arabia Saudita, entre las naciones productoras de petróleo.


Extraer petróleo de las arenas es sencillo, pero no fácil. Las palas eléctricas gigantes que rigen las minas tienen dientes de acero endurecido que pesan una tonelada cada uno, y conforme se clavan en la abrasiva arena negra las 24 horas del día, los siete días de la semana, 365 días al año, se erosionan cada uno o dos días; un soldador hace las veces de dentista de los dinosaurios y les pone nuevas coronas. Los cam10 halloween costumes in 2008iones de volteo que rugen alrededor de la mina, arrastrando cargas de 400 toneladas de las palas a un triturador de roca, queman 190 litros de diesel por hora; hace falta un montacargas para cambiarles las llantas, que se acaban en seis meses. Y cada día en el valle de Athabasca emergen más de un millón de toneladas de arena de las quebradoras y son mezcladas con más de 200 000 toneladas de agua que debe calentarse, por lo general a 80° C, para separar el pegajoso betún. En las unidades de procesamiento, el betún se calienta de nuevo, a cerca de 480° C, y se comprime a más de 100 atmósferas, lo necesario para romper las complejas moléculas y sustraer el carbono o añadir de nuevo el hidrógeno que las bacterias removieron hace eras. Eso es lo que toma hacer los ligeros hidrocarbonos que necesitamos para llenar nuestros tanques de gas: una cantidad de energía impresionante. La extracción in situ, única manera de obtener más o menos 80 % de esos 173 000 millones de barriles, puede utilizar hasta más del doble de la energía que la minería, debido a que requiere demasiado vapor.


La mayoría de la energía para calentar agua o fabricar vapor proviene de la quema de gas natural, que también proporciona el hidrógeno para el mejoramiento. Precisamente porque se trata de hidrógeno rico, y en su mayoría libre de impurezas, el gas natural es el combustible fósil más limpio, el que arroja menores cantidades de carbono y otros contaminantes en la atmósfera. Por eso los críticos dicen que la industria de las arenas bituminosas desperdicia el combustible más limpio para fabricar el más sucio: que trans-forma el oro en plomo. El argumento tiene sentido en términos ambientales, pero no en los económicos, dice David Keith, un físico experto en energía de la Universidad de Calgary. Cada barril de crudo sintético contiene alrededor de cinco veces más energía que el gas natural que se utiliza para hacerlo, y en una forma líquida mucho más valiosa. “En términos económicos es un éxito –dice Keith–. Toda esta cosa de transformar el oro en plomo es lo opuesto. El oro en nuestra sociedad son los combustibles líquidos para transporte”.


La mayoría de las emisiones de carbono de esos combustibles provienen de los tubos de es-cape de los autos que los queman; basados en el ciclo completo del combustible, las arenas bituminosas son sólo de 15 a 40 % más sucias que el petróleo convencional. Pero la pesada huella del carbono sigue siendo una desventaja ambiental –y de relaciones públicas–. En junio pasado, el primer ministro de Alberta, Ed Stelmach, anunció un plan para lidiar con las emisiones extra. La provincia, dijo, gastará más de 1 500 millones en el desarrollo de la tecnología para captar el dióxido de carbono y almacenarlo bajo tierra –una estrategia que por años se ha intentado vender como la solución al cambio climático–. Para 2020, de acuerdo con el plan, las emisiones de carbono de la provincia se estabilizarán, y para 2050 declinarán en un 15 % por debajo de los niveles de 2005. Eso significa una reducción mucho menor a la que los científicos consideran necesaria. Pero supera el compromiso del gobierno de Estados Unidos.


Una cosa a la que Stelmach se ha rehusado consistentemente es a “poner freno” al auge de las arenas bituminosas. Este auge ha sido oro, tanto para la economía de la provincia como para la nacional. Los habitantes de Alberta ya están amargamente familiarizados con el ciclo de auge y decadencia; la última vez que los precios del petróleo se colapsaron, en los ochenta, la economía de la provincia no se recuperó por una década. Las arenas bituminosas cubren un área del tamaño de Carolina del Norte, y el gobierno provincial ya ha arrendado alrededor de la mitad, incluyendo 3 512 kilómetros cuadrados que son explotables. Aún tiene que rechazar una solicitud para desarrollar uno de esos arrendamientos, por motivos ambientales o de otro tipo.


Desde un helicóptero es fácil ver el impacto de la industria en el valle del Athabasca. A minutos de despegar de Fort McMurray, en dirección al norte a lo largo del banco este del río, se pasa sobre la mina Millennium de Suncor –los arrendamientos de la compañía se extienden prácticamente hasta el pueblo–. En un día con un poco de viento, las nubes de polvo que emanan de las llantas y las cargas de los camiones de basura se unen en un solo nubarrón enorme que oscurece grandes partes del pozo de la mina y se derrama sobre sus bordes. Al norte, en una extensión intacta de bosque, una nube similar se eleva del siguiente pozo, la mina Steepbank de Suncor; a lo lejos se ven otras dos, y dos más del otro lado del río. Una tarde de julio pasado, las nubes se habían fusionado en una franja que se arrastraba a través del devastado paisaje. Era absorbida por la corriente de aire de una nube de tormenta. En la distancia, el vapor y el humo y las flamas de gas salían de las hogueras de las unidades de procesamiento de Syncrude y Suncor: inevitablemente vienen a la mente “fábricas oscuras y satánicas”, pero al mismo tiempo son una visión fascinante. A kilómetros de distancia, se podía oler el hedor a alquitrán. Cuando estás lo suficientemente cerca, te perfora los pulmones.


Desde el aire, sin embargo, las minas desaparecen rápidamente. Volando bajo sobre el río, tras sorprender a un joven alce que cruzaba un estrecho canal, un biólogo del gobierno, Preston McEachern, y yo viramos en dirección al noroeste hacia las Montañas Birch, sobre vastas extensiones de bosque escasamente distribuido. El bosque boreal canadiense cubre cinco millones de kilómetros cuadrados, de los cuales alrededor de 75 % no han sido desarrollados. Las arenas bituminosas ya han convertido unos 420 kilómetros cuadrados –el 100 % del área total– en polvo, tierra y estanques de residuos. La expansión de la extracción in situ podría afectar a una zona mucho más amplia. En las instalaciones de Firebag de Suncor, al noreste de la mina Millennium, el bosque no ha sido destruido por completo, pero lo atraviesan caminos y oleoductos que dan servicio a un gran tablero de ajedrez de enormes claros, en cada uno de los cuales Suncor extrae betún enterrado a grandes profundidades mediante un conjunto de pozos. A los ambientalistas y los biólogos de la vida salvaje les preocupa que la creciente fragmentación del bosque, tanto por compañías madereras como de minerales, pone en peligro al caribú y a otros animales. “El bosque boreal como lo conocemos podría desaparecer en una generación si no se hacen importantes cambios estratégicos”, dice Steve Kallick, director de la Pew Boreal Campaign, cuyo objetivo consiste en proteger a 50 % del bosque.


McEachern, que trabaja para Alberta Environment, una agencia provincial, dice que los estanques de residuos son su máxima preocupación. Las minas arrojan agua de desperdicio en los estanques, explica, porque no se les permite hacerlo en el Athabasca y porque necesitan reutilizar el agua. Conforme el espeso lodo café surge de las pipas de descarga, la arena se asienta rápidamente, formando el dique que retiene el estanque; los residuos de betún flotan a la superficie. Pero a la fina arcilla y las partículas de cieno les toma muchos años asentarse, y cuando lo hacen, producen una viscosidad similar al yogur –el término técnico es “desechos finos maduros”– que está contaminado con químicos tóxicos como el ácido nafténico y el hidrocarburo aromático policíclico (HAP), que tardarán siglos en secarse por sí solos. Según los términos de sus licencias, las minas están obligadas a recuperarlos de alguna manera, pero han rebasado las fechas límite y aún no han recuperado ni un solo estanque.


En el más viejo y conocido de ellos, el Estanque 1 de Suncor, el lodo sobrepasa por mucho al río, detenido por un dique de arena compacta que se eleva a unos 100 metros de la superficie del valle y está salpicada de pinos. El dique ya ha tenido fugas, y en 2007 un estudio modelo, hecho por hidrogeólogos de la Universidad de Waterloo, estimó que dos litros de agua contaminada por segundo podrían estar llegando al río. Suncor está ahora en el proceso de recuperar el Estanque 1, enviando algunos residuos a otro estanque y remplazándolos con yeso para consolidarlos. Para 2010, asegura la compañía, la superficie será tan sólida como para plantar árboles. El último verano era aún una mancha de lodo beis rayado con betún negro salpicada de espantapájaros de plástico color naranja, que se supone deben disuadir a las aves de aterrizar ahí y morirse.


El gobierno de Alberta afirma que no se está contaminando al río; que cualquier cosa que se encuentre en él o en su delta, el Lago Athabasca, proviene de escurrimientos naturales de betún. El río atraviesa justo por la corriente de las arenas bituminosas que corre río abajo por las minas, y cuando nuestro helicóptero se acercó a unos metros sobre él, McEachern señaló varios sitios en donde el banco del río estaba negro y el agua aceitosa. “Conforme avanzas hacia abajo, hay un incremento de muchos metales –dijo–. Eso es natural, es la erosión geológica. Los peces de la parte alta del Lago Athabasca tienen mercurio; tenemos una advertencia ahí desde los noventa. Hay HAP homemade cow halloween costumesen los sedimentos del delta. Están ahí porque el río ha erosionado las arenas bituminosas”.


Los científicos independientes, por no hablar de la gente que vive río abajo de las minas en la comunidad de naciones originarias de Fort Chipewyan, en el Lago Athabasca, son escépticos. “Es inconcebible que mover tanto alquitrán no traiga consecuencias”, dice Peter Hodson, toxicólogo de peces de la Universidad de Queen en Ontario. De hecho, un estudio de Environment Canada muestra un efecto en los peces del río Steepbank, que pasa por una mina de Suncor hasta el Athabasca. Los peces cerca de la mina, según descubrieron Gerald Tetreault y sus colegas cuando atraparon algunos en 1999 y 2000, presentaron cinco veces más actividad de un enzima del hígado que deshace las toxinas –medida de la exposición a los contaminantes ampliamente utilizada– como los peces cerca del escurrimiento natural de betún en el Steepbank.


En 2006, John O’Connor, médico familiar que volaba hasta allá una vez a la semana para tratar pacientes en la clínica de salud de Fort Chip, le dijo a un entrevistador de la radio que en años recientes había visto cinco casos de colangiocarcinoma, cáncer de las vías biliares que normalmente ataca a una de cada 100 000 personas. Fort Chip tiene una población de 1 000 aproximadamente; incluso un caso es estadísticamente es improbable. O’Connor no había logrado que las autoridades de salud dedicadas al cáncer se interesaran en el asunto, pero la entrevista en la radio atrajo mucha atención. “De repente estaba en todas partes –dice–. Simplemente estalló”.


Dos de los cinco casos de O’Connor, dice, han sido confirmados por biopsia de tejidos; los otros tres pacientes mostraban los mismos síntomas pero murieron antes de poder practicarles una biopsia (el colangiocarcinoma puede confundirse en las tomografías con cánceres más comunes, como el de hígado o páncreas).


Una noche de invierno, cuando Jim Boucher era un muchacho, en los tiempos en que la industria de las arenas bituminosas llegó a su bosque, regresaba solo en trineo a la cabaña de sus abuelos de un encargo en Fort McKay. Era un viaje de 30 kilómetros más o menos, y la temperatura era menor a los 20° C. A choose halloween mask to make the perfect halloween costumela luz de la luna, Boucher vio una bandada de perdices, aves blancas en la nieve. Cazó cerca de 50, las subió al trineo y se las llevó a casa. Cuatro décadas más tarde, sentado en su oficina de director ejecutivo, en pantalones blancos de algodón y una camiseta deportiva Adidas también blanca, recuerda la expresión de orgullo de su abuela esa noche. “Era otro mundo espiritual –dice Boucher–. Creí que ese mundo duraría para siempre”. Ahora, cuando le preguntan acerca del futuro de las arenas bituminosas y el lugar que ocupa su gente, cuenta esta historia.


Una encuesta realizada por el Pembina Institute en 2007 halló que 71 % de los habitantes de Alberta estaban a favor de una idea que su gobierno siempre había rechazado por completo: una moratoria a los nuevos proyectos de arenas bituminosas hasta que las preocupaciones ambientales pudieran resolverse. “Es mi creencia que cuando el gobierno intenta manipular al libre mercado, suceden cosas malas –dijo el primer ministro Stelmach durante una reunión de ejecutivos de la industria petrolera ese año–. El sistema de libre mercado resolverá esto”.


Pero el libre mercado no considera los efectos de las minas en el río o el bosque, o en la gente que vive ahí, a menos que se vea obligado a hacerlo. Tampoco, si depende de él, tomará en cuenta los efectos de las arenas bituminosas en el clima. Jim Boucher ha colaborado con la industria de las arenas bituminosas para construir una nueva economía para su gente, para remplazar la que perdieron, para proporcionarle un nuevo futuro a los niños que ya no cazan perdices a la luz de la luna. Pero está consciente de los sacrificios. “Es una lucha por equilibrar las necesidades de hoy con las de mañana cuando ves el medio ambiente en el que vamos a vivir”, dice. En el norte de Alberta la pregunta de cómo lograr ese equilibrio se ha dejado en manos del libre mercado, y la respuesta ha sido olvidarse del mañana. El mañana no es su responsabilidad.