2009年4月26日星期日

Ballenas azules [Artículos]

Frente a las costas de Costa Rica, unos científicos estudian un reducto de ballenas que estaban al borde de la extinción.




Foto de Flip Nicklin


En el puerto de Acapulco destacaba entre los yates blancos el R.V. Pacific Storm: un barco de trabajo, de casco negro, buque de arrastre en una vida anterior, renacido en forma de embarcación de investigación. En el puerto había embarcaciones más grandes y opulentas. Se invierten fortunas en los blancos yates de Acapulco, pero este buque de arrastre, de 26 metros de largo, semblante adusto y alta proa color negro, era el barco para mí. Si alguien me hubiera pedido que eligiera de entre toda esta flota la embarcación que habría de llevarme en un recorrido de un mes de duración en busca de ballenas azules, no lo habría dudado. Cuando Flip Nicklin y yo subimos nuestro equipo por la escalera del pesquero de arrastre y lo guardamos en nuestra cabina, sentí una satisfacción casi salvaje.

Llámenme Ismael, si quieren, pero siempre que empiezo a sonreír menos, que en mi alma se instala un noviembre húmedo y con llovizna; siempre que paso demasiados meses consecutivos frente al teclado de la computadora, bajo la luz artificial, como una especie de troglodita, encarcelado por mí mismo, tecleando para mantenerme, decido que ha llegado el momento de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Me apresuré a aceptar la misión a bordo del Pacific Storm. Dado que el viaje partiría el tres de enero, hice tres resoluciones de año nuevo: sería un afable compañero de tripulación. No me quejaría en absoluto. Me abstendría de hacer alusión alguna a Herman Melville. ¿Mencioné que íbamos tras una ballena blanca macho?

Es verdad. Entre las ballenas azules de la parte oriental del Pacífico septentrional, el grupo que pasa el verano sobre todo frente a California y cuya migración seguiríamos hacia el sur, hay una ballena blanca, quizás albina. Cuatro meses antes, un esquife inflable del Pacific Storm la había marcado para su detección satelital a la altura de Santa Bárbara, pero su etiqueta, la número 4 172, había dejado de transmitir pocas semanas después de ser implantada y ahora su paradero era un enigma. Los satélites de órbita polar heliosíncronos TIROS N ya no podían rastrearla, pero era uno de los animales que esperábamos ver frente a América Central.

Una vez instalados en el Pacific Storm, Nicklin, cruzado de piernas en su litera, preparó su Nikon D200, con una lente submarina Sea & Sea. Exprimió un poco de grasa de silicona de un tubo sobre la punta de uno de sus dedos y la aplicó alrededor del borde del O-running through corn mazes lost and scared on halloweenring azul de la lente. Abrió la parte posterior de la cámara y le dio un tratamiento similar al O-ring de la parte trasera. Nicklin pertenece a un nuevo tipo de balleneros. Su labor no consiste en obtener el aceite, sino en captar la esencia de los cetáceos, y la Nikon es su arpón predilecto.

El Pacific Storm se lanza a la mar. Zarpamos hacia el sur en la primera etapa del viaje para evitar los vientos de Tehuantepec a lo largo del recodo oriental de América Central, después viramos hacia el suroeste en dirección a la anomalía térmica que sería nuestro destino.

El Domo de Costa Rica es una ascensión de aguas frías ricas en nutrientes, generada por el encuentro de vientos y corrientes al oeste de América Central. El lugar no es fijo; serpentea un poco, pero el domo suele hallarse en algún punto entre los 500 y 800 kilómetros de la costa. La ascensión de las aguas causa que la termoclina (la capa limítrofe entre el agua fría profunda y el agua caliente de la superficie) se sitúe hasta 10 metros por debajo de la parte superior. Junto con el agua fría con poco contenido de oxígeno ascienden de las profundidades nitrato, fosfato, silicato y otros nutrientes. Este maná, o antimaná (don que no viene del cielo, sino de las profundidades) constituye un oasis en el mar. La ascensión de nutrientes del domo fertiliza las minúsculas plantas de fitoplancton que alimentan a los diminutos animales del zooplancton, lo cual atrae a animales más grandes, algunos de los cuales son enormes en verdad.

La ballena azul, Balaenoptera musculus, es la criatura más grande que haya existido. Lineo derivó el nombre de su género del latín balaena, “ballena”, y del griego pteron, “aleta” o “ala.” El nombre de su especie, musculus, es el diminutivo del latín “ratón”, aparentemente una broma de Lineo. La “ballena ratoncito” puede alcanzar las 200 toneladas de peso y 30 metros de largo. Una ballena ratoncito puede pesar lo mismo que todos los jugadores de la Liga Nacional de Futbol Americano (NFL). Del mismo modo que un elefante puede levantar a un ratoncito con la trompa, también puede, a su vez, ser levantado y transportado por una ballena azul en su colosal lengua. De haber sido inyectado por vía intravenosa, en lugar de deglutido, Jonás podría haber nadado por los vasos arteriales de esta ballena, impulsado cada 10 segundos por su lento pulso divino.

La gran velocidad de nado de la ballena azul, junto con lo alejado de su bastión (donde se reúnen tres de los océanos de la Tierra en las heladas aguas alrededor de la Antártida), protegieron a la mayor parte de los miembros de la especie hasta comienzos del siglo xx. La invención de los arpones explosivos y los botes de captura rápidos accionados por vapor abrieron una brecha en el bastión. Durante las primeras seis décadas del siglo xx fueron sacrificadas 360 000 ballenas azules. Se extirpó la población de las inmediaciones de la isla Georgia del Sur, junto con todas aquellas que se alimentaban en las aguas costeras de Japón. Algunas poblaciones de ballenas azules fueron reducidas en 99 %, y la especie llegó al borde de la extinción.

En opinión de Bruce Mate y John Calambokidis, los científicos a cargo en el Pacific Storm, la ironía es profunda y dolorosa. Las ballenas azules que ellos estudian, los 2 000 animales que veranean frente a América del Norte, alguna vez apenas una fracción, hoy día constituyen una población considerable.

Mate, director del Instituto de Mamíferos Marinos de la Universidad Estatal de Oregon, es el marcador de ballenas con etiquetas para detección satelital más inventivo y prolífico del mundo. El domo llamó por primera vez su atención en 1995, cuando una ballena azul que él había marcado frente a California en verano comenzó a transmitir desde aguas de Costa Rica en invierno. Calambokidis, cofundador de Cascadia Research, en Olympia, Washington, es el especialista en identificación fotográfica de ballenas más prolífico de la costa occidental de los Estados Unidos. En 1999 hizo un reconocimiento del domo en velero. El viaje estuvo plagado de mal clima y el velero era demasiado pequeño para su misión, pero en el domo Calambokidis logró identificar, por medio de fotografías, a 10 ballenas que había retratado frente a California.

¿Por qué una ballena azul se alejaría de su área de alimentación al final del verano y emigraría a miles de kilómetros para pasar el invierno en esta zona tropical de ascensión de agua? Algunas de las ballenas marcadas se quedaban cinco meses o más en el domo, llegaban temprano durante la migración hacia el sur y partían tarde (conducta que, en otras especies de ballenas misticetas, se observa en hembras embarazadas y madres primerizas). Nunca se había advertido en ballenas azules, por la mejor de las razones: nadie había sido testigo del nacimiento de una de ellas. Ballenas grises, jorobadas y francas (las especies misticetas que se han estudiado en sus zonas de parto) parecían alimentarse poco, si lo hacían, en esas regiones. Sin embargo, hay indicios de que la ballena azul podría ser diferente. Dado su gran tamaño y enormes requisitos de energía, quizás se vea obligada a hallar zonas para pasar el invierno donde pueda comer algo más que un refrigerio. El oasis del Domo de Costa Rica satisfaría este requisito. Además, la productividad de la ascensión de aguas contribuiría a que las madres lactantes convirtieran a cardúmenes de kril en los barriles de leche que requieren los ballenatos para aumentar sus 90 kilogramos diarios.

La Balaenoptera musculus recibió protección internacional a mediados de los sesenta, pero, por motivos que no se entienden claramente, apenas si ha repuntado. Mate y Calambokidis creen que si la mayor de las criaturas ha de regresar, su población y sus movimientos deberán cartografiarse. La mayor población restante de la especie es más vulnerable en aguas tropicales, donde da a luz a delicados ballenatos de ocho metros de largo y tres toneladas de peso.


Conforme seguíamos el corredor de la migración de la ballena azul rumbo al sur, nos turnamos en el puente para vigilar la presencia de ballenas, oteando el horizonte, atentos a las columnas de agua. De acuerdo con el satélite, las ballenas 5 801 y 23 043 ya habían llegado al domo, y la número 5 670 se acercaba. Los científicos están especialmente interesados en la ballena 23 043, ya que conocen su sexo, hembra, y llegó temprano al domo, lo cual podría esperarse de una futura madre. La ballena azul albina, 4 172, se hallaba en alguna parte dentro del grupo que se desplazaba hacia el sur, si es que estaba migrando hacia el domo. Pero el Pacífico es un océano grande, y no vimos un solo chorro de agua.

De vez en cuando, de día y de noche, el barco pasaba a neutral, y los investigadores sacaban su equipo a borda: un sensor CTD, una ecosonda y un hidrófono. El sensor CTD registra conductividad (una medida de la salinidad), temperatura y profundidad. La ecosonda busca concentraciones de kril, del cual la ballena azul subsiste casi por completo.

“Estamos realizando algunas observaciones en el camino –explicaba Mate–. Si no hay kril, ¿pasarán las ballenas por aquí? Si hay grandes concentraciones, ¿se quedarán? Buscamos caca. Trataremos de recogerla, ver si están comiendo. Además, revisaremos su aliento, que es más pestilente cuando han comido”.

El hidrófono era para detectar las voces de las ballenas azules. La sencilla canción del ballenato de ballena azul (el descomunal y estentóreo pulso bajo-profundo de la llamada A, seguido por el tono continuo de la llamada B) es la canción más portentosa del mar, capaz en teoría de propagarse a través de la mitad de una cuenca oceánica. Sin embargo, las grandes ballenas misticetas suelen desplazarse silenciosamente. Salvo por algunos fragmentos de canción, no oímos nada en absoluto.


Cuando llegamos al Domo de Costa Rica, tres días después de zarpar de Acapulco, el océano tenía el mismo aspecto: sólo un horizonte azul y oleaje constante. Hizo falta un sondeo del sensor CTD para detectar la termoclina que yacía a sólo 20 metros de la superficie. Habíamos llegado. “¡Soplo a las 11 en punto!”, exclamó Calambokidis la mañana siguiente desde la cruceta, nuestra canastilla, por su walkie-talkie. Vimos en rápida sucesión otras dos columnas de agua una al lado de la otra (nuestras primeras ballenas azules) y lanzamos los botes para marcación, comenzando un ritual repetitivo que nos mantendría ocupados las siguientes tres semanas.

Los botes eran excedentes del servicio de guardacostas, un par de botes inflables de casco rígido con motor diésel (RHIB). Ciñéndonos a la nomenclatura meteorológica, nombramos al grande Hurricane y al pequeño Squall. Yo solía ir abordo del Hurricane. Su comandante era Bruce Mate. El segundo oficial, y la segunda de los Mate, era Mary Lou, videasta de la expedición y esposa del profesor desde hace 40 años. Yo era el encargado de las biopsias. Mi primera tarea fue montar mi ballesta, tomar un perno para biopsias de la hielera que hacía las veces de caja de munición, colocar el perno y luego retirar la funda de papel aluminio que protegía la punta de contaminación por ADN ajeno. Al disparar el perno contra la ballena, extirpaba un tapón de piel y grasa. A unos ocho centímetros de la punta, el perno estaba bloqueado por una bola oblonga de caucho amarillo que impedía que el proyectil penetrara demasiado y también servía para hacerlo rebotar de la ballena.

Montado en la proa de caucho del Hurricane había un bauprés, el “púlpito,” hecho ex profeso. Cada vez que nos acercábamos a las ballenas, yo seguía al profesor Mate hasta la estrecha rejilla de la cubierta del púlpito. Desde su funda, que era un tubo de plástico transparente atado al riel del púlpito, Mate sacaba el “aplicador” del marcador para detección satelital, un trabuco de metal rojo, cañón largo y culata de madera. Tanto Mate como yo llevábamos cinturones de seguridad, que sujetábamos a eslingas en el riel del púlpito, liberando nuestras manos para disparar. Casi siempre, lo primero que veíamos de una ballena era su soplo.

Cuando el sol estaba a nuestras espaldas, en ocasiones veíamos una dispersión prismática de color en la expansión explosiva de rocío y vapor (unos milisegundos de arcoíris) antes que el color se desvaneciera y el chorro se tornara blanco.

Siempre que una ballena azul salía para soplar cerca de nosotros, me impresionaban sus espiráculos, un par de orificios nasales avellanados situados sobre el montículo afilado de la cresta rostral, que formaban una especie de nariz en la parte posterior de la cabeza.

Su tamaño explicaba la ruidosa exhalación (más una detonación que un aliento), así como el chorro de nueve metros. Era una columna de agua impresionante, seguida por una imponente inhalación.

El segundo elemento que observamos de la ballena fue su lomo.

La ballena azul es, en palabras de un guía de campo, “de color gris ligeramente azulado en general, moteada de gris o blanco grisáceo”. Sea cual fuere el color, el lomo siempre tiene un brillo vidriado.

Si bien en la superficie las ballenas azules son presuntamente azules, bajo ella son indiscutidamente turquesa. Al observarla a través del filtro azul del océano, su palidez se vuelve turquesa o aguamarina. Esta perspectiva de la ballena, hacia abajo, a través de 5 a 15 metros de agua, es para mí la más inolvidable y evocadora.

Si bien el tono más hermoso de la ballena azul es el turquesa, entonces la forma más hermosa, la escultura más bella, está en las aletas de la cola. Durante la primera semana de nuestra actividad de marcación, parecía despedirse de nosotros con un gesto de la cola. “Chao chao”, nos decía. “Buen intento, mejor suerte para la próxima”. Cuando una ballena mostraba las aletas de su cola (cuando las dos hojas de palma se hallaban en lo alto) interrumpíamos la persecución, porque las aletas elevadas significan una inmersión profunda.

Sin embargo, en ocasiones observamos las aletas de la cola a poca profundidad. Eran enormes, más anchas que el bote, y cuando estaban en movimiento eran de una belleza hipnótica. “En ningún ser vivo están definidas más exquisitamente las líneas de la belleza que en los flancos de estas aletas”, escribe Melville en Moby Dick.

El último elemento que observamos deannual north halsted halloween parade in chicago la ballena fue la “huella de la caudal”.

Cuando una ballena o un delfín nadan a poca profundidad, la turbulencia producida por las aletas caudales se eleva para formar una mancha circular sobre la superficie: su impronta o huella. Las huellas que dejan las caudales de las ballenas azules son grandes y su persistencia sorprende. La mancha uniforme permanece mucho después de que la ballena se ha ido. “Es una medida de cuánta energía tiene su coletazo”, me confió Mate una tarde cuando me descubrió observando detenidamente una de estas manchas.

La huella enfática era otro de los signos desalentadores que nos obligaban a suspender una persecución. “¡Mira eso!”, dijo Mate una tarde al tiempo que avanzábamos hacia el centro de una huella enorme. Ladd Irvine, asistente de investigación que hacía las veces de timonel, rió con admiración: “No la volveremos a ver durante algún tiempo”.

Sobre el púlpito, el profesor separó los pies para conservar el equilibrio, apoyó la culata de su “aplicador” sobre las rejillas de la cubierta que lo coronaban y tomó el cañón justo debajo de la punta de su marcador para seguimiento por satélite. De vez en cuando, la brisa traía consigo un penetrante olor a rancio y a moho, mezclado en ocasiones con una flatulencia alarmante. “¡Caramba, Bruce!”, pensé en más de una ocasión. Un día, cuando el viento henchía sus caquis y nos acercábamos a un chorro frente a nosotros, el profesor emitió un estruendo tan portentoso, inhumano y maloliente que me di cuenta de que era totalmente inocente, que lo que había estado oliendo todo el tiempo no era a nuestro líder. Había estado percibiendo el mal aliento de las ballenas azules.

Durante casi una semana en el domo, todas las ballenas se nos habían escabullido. El sexto día nuestra suerte cambió. Esa mañana, vimos tres chorros en el sureste y botamos el Hurricane.

Las primeras dos ballenas juguetearon con nosotros y, como de costumbre, nos dejaron acercarnos, para luego apartarse. La tercera nos permitió colocarnos en una posición perfecta. Le seguimos la gran silueta turquesa, conservando la distancia con respecto de las aletas de la cola, mientras la ballena nadaba bajo el agua a estribor. Cuando el animal salió para aventar su columna de agua, pasó de la abstracción turquesa al realismo fotográfico. Irvine aceleró el motor. Arriba en el púlpito quité el seguro de mi ballesta. Mate se llevó al hombro el rifle de marcadores, se inclinó por encima del riel y apuntó el largo cañón rojo casi directamente hacia abajo a la ballena que ascendía, y que en ese momento estaba a sólo tres metros bajo el agua. La ballena lanzó un chorro, y el refulgente muro de su flanco asomó en forma de curva pronunciada en la superficie del mar.

Como encargado de las biopsias tenía instrucciones de esperar al estampido del rifle antes de disparar mi ballesta. El liso flanco de la ballena llenó todo mi campo visual; no había manera de que errara. Jalé del gatillo. El perno salió de la ballesta, y en el sitio al que apuntaba apareció un agujero negro, pequeño pero oscuro como tinta. Me llevó un milisegundo entender que yo era el responsable y sentí remordimiento y culpa. ¿Yo hice eso?, pensé, como un niño que rompe un vitral con una pelota de beisbol.

Luego, mi sentido de la proporción volvió. En relación con la vastedad de esta ballena, el agujero que le había hecho era apenas una picadura de mosquito. No había cometido ningún delito; había sido un golpe en nombre de la ciencia. En el púlpito, Mate y yo desenganchamos nuestros arneses y nos dimos la mano.


La ballena azul traza una especie de escritura en la superficie del océano. Están la mancha ovoide que se forma sobre la cabeza justo antes de emerger, la mancha larga y estrecha que deja la espalda cuando se arquea y la mancha circular de las aletas caudales. Están las chisporroteantes fuentes blancas que eleva una ballena azul al soplar antes de tiempo, cuando aún se está deslizando bajo la superficie, una secuencia de borbotones prematuros. Hay ráfagas de burbujas. La primera vez que las vi, apenas adelante del bauprés, a unos cuatro metros de profundidad, cuando de los espiráculos de una ballena brotó une enorme bola de burbujas. Se expandió hacia la superficie, vítrea y reluciente, como una araña de cristal que cayese hacia arriba. “Ráfaga de burbujas”, observó Mate.

Esta ráfaga de burbujas en concreto parecía ser un comentario dirigido a nuestro persistente e irritante botecito, una especie de palabrota en el idioma de las ballenas, quizás. Se elevó sobre la cabeza de la ballena como un globo de caricatura. El mensaje parecía ser @ #&%V!?!

De toda la serie de huellas de la ballena azul, la más colorida era el rastro de la defecación. La primera que vimos fue la de un animal de un año, una ballenita azul de 15 metros de largo. Esta ballena exhaló a 12 metros de distancia y tras de sí el océano se iluminó con una larga estela roja y naranja. Esta veta color ladrillo de kril digerido fue nuestro primer indicio directo de que las ballenas azules se estaban alimentando durante el invierno en el Domo de Costa Rica. Mate se apresuró a encontrar una bolsa de plástico con cierre para recoger una muestra.

En el laboratorio del barco se corroboraron los indicios. En la pantalla de su computadora, Robyn Matteson, estudiante de posgrado de Mate, revisó la ecosonda y las concentraciones de kril que detectó en el domo. Del otro lado de la mesa de laboratorio, frente a sus propias computadoras, Calambokidis y Erin Oleson del Instituto de Oceanografía Scripps estudiaban los perfiles de inmersión por medio de marcas acústicas que habían logrado fijar a varias ballenas. Aquí, en el domo, los dispositivos de registro de profundidad de las marcas mostraban inmersiones de 250 metros y más. La línea vertical que marca cada inmersión, al alcanzarse la máxima profundidad, comenzaba a zigzaguear un patrón característico de las ballenas azules cuando embisten para alimentarse del kril.

Los indicios de parto en el Domo de Costa Rica demostraron ser más elusivos, pero después de muchos días infructuosos, llegaron finalmente a estribor en forma de una madre y su ballenato. El par se movía lentamente y pasaba mucho tiempo en la superficie. La madre nos sorprendió al permitir que el ballenato girara hacia el Pacific Storm. Una ballena madre suele interponerse entre su cría y algún peligro posible, pero esta madre se tomaba las cosas con calma, una especie de progenitora Montessori, y dejaba que su bebé explorara.

John Calambokidis piloteó el Squall para tomar fotografías en la superficie con fines de identificación. Nicklin y el camarógrafo Ernie Kovacs tomaron su equipo y lo acompañaron. Al acercarse a las ballenas, se calzaron las aletas y se deslizaron al agua por la borda. Luego Kovacs, que buscaba al ballenato, se sobresaltó al verlo pasar a unos dos metros debajo de sus aletas. Deslizándose junto a Nicklin, el ballenato giró ligeramente para posar un ojo sobre él. Se asomó a la cubierta de vidrio del housing de la cámara y el obturador de Nicklin le devolvió el guiño.


Tras pasar 21 días en el Domo de Costa Rica, ya no podíamos permanecer ahí y nos dirigimos hacia getting married on halloween and to be another corpse coupleel norte con rumbo a Acapulco.

En el viaje de regreso, ponderamos la misión. Hubo decepciones: hubiésemos deseado marcar a más ballenas para vigilarlas por satélite, ver más ballenatos, experimentar más encuentros submarinos con ballenas azules. Lamentábamos no haber atisbado a la ballena 4 172, el macho blanco. Pero, en general, estábamos satisfechos.

En las tres semanas que pasamos cruzando el domo, logramos hallar tres ballenas marcadas para rastreo por satélite en California y las habíamos seguido hasta Costa Rica. Marcamos tres nuevas ballenas azules para rastreo satelital (pero una de las marcas no transmitió), fijamos marcas acústicas en otras seis e identificamos fotográficamente a unas 70, de las cuales 13 eran de California. La travesía demostró que el domo es visitado por un gran número de ballenas azules. Vimos muchos tríos, los triángulos amorosos de ballenas azules, y fuimos testigos de tempestuosos cortejos, todo lo cual sugiere que el domo es el terreno de apareamiento. Demostramos sin lugar a duda que las ballenas azules se alimentan ahí en el invierno.

Las noticias del domo son buenas.

La mayor criatura de toda la creación ha sido cazada por nuestra especie, el mono pensante, casi hasta su extinción. El número de ballenas azules aún es bajo, pero resultaba difícil no sentirse optimista. En mi litera, con la computadora portátil de Nicklin, observando largamente los retratos digitales del ballenato curioso, pensé que podía leer, en su extraño semblante, una descomunal picardía. Me pareció alentador. Los jóvenes nos dan esperanza.

En el viaje de regreso a casa, hallamos tiempo para la reflexión, y entendí por qué la huella de las aletas de la cola de la ballena azul me hipnotizaba cada vez que la veía en el domo. Esa gran mancha circular es la firma de una especie gigantesca y persistente. Sobresale llamativamente del pergamino. Su persistencia en la superficie del mar, desafiando lo picado de este, es un buen augurio. Al aparecer en el domo, este paraíso invernal sugiere que la ballena azul podría, después de todo, desafiar a la historia.

–¡Aún estoy aquí! –dice la huella de las aletas caudales.

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